Antes de morir, Rubén Zayas Montalván dejó su testimonio de cuando identificó el cuerpo de Manuel Ascunce Domenech. A 53 años del asesinato del alfabetizador, Escambray retoma sus vivencias
Cuando ofreció estas declaraciones, la vida le robaba la movilidad de las piernas a Rubén Zayas Montalván, lo condenaba a permanecer horas en el sillón devorando periódicos o reviviendo episodios de su vida. En una de esas tardes en que desenterraba recuerdos, una grabadora atrapó un capítulo de su existencia que pocas veces decidió contar: el día en que asistió a la escena del crimen del joven alfabetizador Manuel Ascunce.
“En 1961 me desempeñaba como único juez de la región Escambray. Había llevado el análisis de asesinatos, robos y otros delitos, pero nunca había visto un caso con el grado de ensañamiento como el de Manuel Ascunce.
“El 27 de noviembre, muy temprano en la mañana, casi oscuro, un jeep aparcó en el Juzgado de Condado, donde yo vivía, para informarnos de la muerte de un brigadista y un campesino. Inmediatamente, llamé a Trinidad para que enviaran a un médico y subir al lugar de los hechos. Era un camino vecinal, empinado, entre maniguales”.
Mas, ninguna adversidad geográfica de Limones Cantero era comparable con la desgarradora escena que le aguardaba: dos cadáveres que pendían de las ramas de un árbol. “Verlos a ambos me impresionó, pero sentí especial debilidad por Manuel. Él tenía 16 años, yo 28; podía ser mi hermano menor. Había recibido muchos golpes, estaba amoratado, con la lengua por fuera, los ojos fuera de las órbitas y otras señales características de los estrangulados. A pesar de toda la experiencia que yo tenía, cuando vi esos horrores, me sentí mal porque ese muchacho lo único que estaba haciendo era enseñar para cumplir una encomienda de la Revolución, y yo amo el magisterio porque mi esposa fue maestra. Además, aunque la gente de esos lugares era muy hospitalaria, es cierto, pero ahí no estaban la madre o el padre cuando murió”.
Luego de llevar a cabo el procedimiento, Rubén y los especialistas fijaron la hora del deceso a las ocho de la noche, debido a la asfixia, en la finca Palmarito, comunidad Limones Cantero; sentencia que consta en el tomo 16, folio 327 del Registro Civil de Condado, en Trinidad.
Sin embargo, el acto de aniquilar a los revolucionarios no se reducía solamente a matarlos. “En realidad, era un poco más retorcido. Tanto Manuel como Pedro tenían las marcas de haber sido arrastrados a golpes por la hierba, o sea: los estrangularon primero, y una vez muertos los izaron con una soga que usan los campesinos para atar a los bueyes”.
¿Por qué los bandidos procedían así, por qué no ahorcarlos vivos?, inquirió Escambray en aquel entonces.
“Por ensañamiento, rabia, odio… de todo lo que oliera a Revolución. El principal autor de los hechos fue Braulio Amador Quesada. También estuvieron involucrados Pedro González Sánchez y Julio Emilio Carretero. Todos se saciaban en matar, dar golpes con las culatas de los fusiles y torturar a sus víctimas”.
Más tarde Rubén compartió con Manolo y Evelia, padres del alfabetizador, con quienes estableció un vínculo afectivo, “sobre todo con su madre, quien siempre me tuvo gran aprecio porque yo había cuidado el cuerpo de su hijo mientras ella no sabía nada todavía”.
Así, cada 26 de noviembre volvía a la memoria de Rubén Zayas el inmutable recuerdo del joven que cambió sus sueños de adolescente por un farol y una cartilla. A pesar de los años él, recostado en la saleta de su casa, cita en la calle Gutiérrez, nunca logró exorcizar el demonio del acontecimiento.
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