El reconocido director y dramaturgo Laudel de Jesús asume cada puesta en escena como una búsqueda constante de la verdad del actor
Desde hace casi una década el nombre de Laudel de Jesús se ha comenzado a generalizar, con aciertos, por el tejido vitalicio del panorama teatral cubano; así lo certifican sus espectáculos con Cabotín Teatro, grupo que fundó a mediados de junio del 2005. También dan fe de su labor creativa las precisas revisiones sobre la dramaturgia cubana contemporánea.
Textos de autores como Nicolás Dorr, Amado del Pino o Ulises Rodríguez Febles le han atraído como la definición de un rostro ideoestético. Pero otras inquietudes abordan la línea creativa de este director. Textos como He aquí el hombre, El diablo rojo y La mano del negro le han hecho valer su condición de dramaturgo; las dos últimas concebidas para espectáculos de corte callejero o de relaciones, como él prefiere acotar.
Ha venido conformando un modo de representación de acuerdo con sus criterios artísticos, sin convencionalismos ni esquemas, y con una sola condición de principios: la verdad del actor. Sobre sus coordenadas creativas, Escambray dialoga con este asiduo director.
¿Cuándo y bajo cuáles circunstancias Laudel de Jesús comprende al teatro como un oficio?
El teatro para mí no es específicamente un oficio. Es un propósito. He encontrado en el teatro una forma de vivir, una causa, una razón. ¿Que me pagan por ello? Muy bueno; pero es más que eso, es mi proyecto de vida, me levanto en la mañana pensando en el teatro, me paso el día pensando en el teatro y me acuesto pensando en el teatro. No creo que sea un oficio porque un oficio comprende una X cantidad de horas de trabajo y después que termine, se acabó.
¿Cuál fue el motor impulsor para transitar por el mundo del teatro?
Yo descubrí el teatro gracias a Jorge Félix Fariñas, que fue mi primer instructor, en la Casa de la Cultura Elmira Campos Brito, de Taguasco. Con Fariñas descubrí el amor primero por el teatro; este joven ganaba muy poco como instructor y sin embargo atendía cinco agrupaciones; del movimiento de artistas aficionados, pero de gran calidad. Y ese amor, esa entrega al teatro la descubrí y la empecé a seguir gracias a él. Si hay un culpable, si tuviera que culpar a alguien es a Fariñas. Si existen otros culpables, ellos son Fernando Valdivia y los actores de Cabotín Teatro.
¿Qué valor le atribuyes, como director de escena, a la relación público-actor?
Jerzy Grotowski ha dicho: “El teatro es todo lo que sucede entre el actor y el espectador”. Fíjate que todos los demás artificios, ese tejido de recursos artificiales que es la puesta en escena: luces, banda sonora, movimiento, vestuario, interpretación de los actores y texto, entre otros; todo eso pierde significado automáticamente si no hay un actor en vida que convence y que el espectador pueda creer en lo que le cuenta, en lo que le dice.
Espectáculos de iniciación en tu carrera profesional y otros dentro del repertorio de Cabotín Teatro fueron concebidos como teatro de sala. ¿Cuál crees haya sido la constante a la hora de elegir estos textos?
El primer texto de nosotros como grupo, cuando Annalie García y yo lo fundamos en el 2005, es He aquí el hombre. Un texto de mi autoría, que yo interpretaba, además, y dirigía. Annalie codirigía. Con ese espectáculo debutamos, y fíjate que con él, con aciertos y desaciertos, por supuesto, ya me orientaba hacia una constante en lo que yo pienso del teatro. Y esa constante es la existencia del hombre, los conflictos del vivir del hombre, en un contexto que puede ser cualquiera.
El teatro muestra relaciones humanas, el hombre es el centro del teatro. Después vino Juegos sucios…, una farsa de Nicolás Dorr; le suceden Tren hacia la dicha y Triángulo, ambas de Amado del Pino, y por último El concierto, de Ulises Rodríguez Febles. Todas son obras pensadas para la sala. Pero en esas obras había un grupo de constantes, de preocupaciones latentes de la existencia del hombre, de la sociedad cubana, nuestros conflictos, nuestra realidad y, sobre todo, nuestros rasgos identitarios. Porque los cubanos sufrimos de una manera distinta a como pueda sufrir un colombiano o un norteamericano. Sufrimos todos como seres humanos, pero hay una característica particular en el existir desde nuestra sociedad, desde el hombre cubano, que nos hace vivir de una manera particular y diferente a otras. En todas esas obras de sala estaba esa constante.
¿Cómo surge la idea de comprometerse hacia una estética tan arriesgada como la del teatro de relaciones?
Cuando nosotros decidimos llevar a escena la leyenda de Cañambrú o El diablo rojo, sin saber que lo hacíamos, entramos de lleno en el teatro de relaciones. ¿Qué pasa? Que hasta ese minuto yo tenía concebido un tipo de entrenamiento para el actor en general. Pero a partir de ahí, y como resultado de la investigación, del estudio, empecé a darme cuenta de que necesitaba de un tipo de entrenamiento específico para determinada obra. También necesitaba crearles un background o un sustento de conocimiento de nuestra cultura, de nuestra sociedad a los actores. La idea apareció, la planteé y ellos se enamoraron. Empezamos a investigar sobre la vida del diablo rojo, nos fuimos a Taguasco, comenzamos a recibir talleres de danza isleña con Luis Orlando Sotolongo, talleres de juego de palo o lucha de garrotes, impartido por Alexis Suarez (Pipo). Recibimos conferencias sobre cultura canaria con Alejandro Camacho (Milán) y consultamos a profundidad un libro de Mario Luis López Isla sobre la vida de Teodoro Álvarez San Gil, La leyenda del Hombre Rojo. Quedé maravillado de cómo los actores se apropiaron de la idea y a medida que recibían esos talleres iban creciendo como profesionales y como seres humanos.
Estrenamos El diablo rojo, con un impacto enorme de público y de crítica —lo cual me alegra mucho—, y después descubro que estaba enmarcada dentro de la modalidad escénica definida como teatro de relaciones. Yo, francamente, había leído artículos sobre teatro de relaciones, pero no sabía que lo estaba haciendo.
Sin embargo, el teatro de relaciones que ustedes desarrollan no es el típico que, por ejemplo, se gestó entre los 60 y los 70 en Trinidad y Santiago de Cuba.
Es más bien una metabolización de los principios de esa estética, pero desde nuestra perspectiva con un rigor de preparación, profundidad y de entrenamiento.
¿Pretendes mantener esa línea?
Pretendo mantenerla, aunque eventualmente haga teatro de sala, porque me parece muy interesante y muy humano querer dialogar con un público que no asiste al teatro, que está en su barrio, que está en su casa; dialogar desde el folclore, es decir, desde su cultura. Y creo que se ha logrado dialogar con el pueblo, con el ciudadano de a pie.
¿Cuál es el mayor éxito de Laudel de Jesús como director teatral?
Haber encontrado a estos muchachos, que traducen mi pensamiento, tienen una disciplina asumida, aman su labor, investigan y trabajan por encima de todas las dificultades que también tienen que enfrentar en sus vidas. Lograr que un grupo de jóvenes se sumen espontáneamente a la rueda del teatro, que vengan y entrenen incontables horas, es el mayor éxito. Prefiero interpretar el teatro como un encuentro humano, pues lo artístico bajo esta circunstancia advierte un salto de calidad y humanismo.
Escambray se reserva el derecho de la publicación de los comentarios. No se harán visibles aquellos que sean denigrantes, ofensivos, difamatorios, o atenten contra la dignidad de una persona o grupo social, así como los que no guarden relación con el tema en cuestión.