Cuando Vuelta Grande lo vio partir con su traje oscuro sobre su blanco corcel, revólver en mano, el aire se enrareció. Bien cerca, en las proximidades de Dos Ríos, un vaho caliente anunciaba que los minutos por llegar serían trágicos.
Como truenos, los disparos iban y venían de un lado a otro. No tenían nombre ni apellidos, llevaban solo una carga mortal; uno de ellos rasgó el cuello del menudo hombre que, agigantado por las ideas, no lo había pensado para lanzarse al combate.
De súbito, un segundo disparo alcanzó su pierna. No pudo entonces sostenerse sobre la cabalgadura y, con el enemigo casi al alcance de la mano, se desplomó.
Nubarrones negros cubrieron aquel trozo de cielo; el tiempo se detuvo. Otros fogonazos traicioneros quebraron por completo la existencia física de quien días antes, en Rancho Tavera, había sido ascendido a Mayor General del Ejército Libertador.
Atónitos, mambises y españoles, no lo podían creer. Uno de los más dignos cubanos dejaba su sangre y su vida en el campo de batalla.
¡Han matado a Martí! La noticia se esparció como el viento, las lágrimas se multiplicaban hasta en los rostros más duros; el dolor inundaba la nación.
Vuelta Grande, aquel, su último campamento, predecía que algo fatal podía ocurrir. Y fue allí, en Dos Ríos, donde el Apóstol dejó de existir aquel 19 de mayo de 1895. Dos Ríos marcó su punto de partida rumbo a la eternidad.
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