Dicen que es fácil escribir sobre el amor, sobre todo cuando es 14 de febrero. Por estos días la gente se aglomeraba en los lugares en busca de regalos. Otros apuestan por el romanticismo épico de las flores y los versos, de los libros y las postales, del “te quiero” acompañado del beso más cálido.
Desde pequeños nos enseñan, a modo de dogma escolar, que el día de San Valentín no es solo para la pareja, sino también para la familia, la patria, los amigos… Sin embargo, este 14 de febrero se me antoja distinto si recuerdo a quienes han dejado atrás a su pareja, su casa, su familia y sus hijos para irse a servir a otras tierras.
Y pienso en el mar de batas blancas cubanas dispersas por todos los rincones del planeta que quizás el amanecer los descubra aliviando agonías, sanando corazones rotos, recibiendo una recompensa de sonrisas y agradecimiento por salvar una vida; en aquellos que lidian a diario con el peligro que supone consagrarse a luchar contra el ébola.
Pienso, además, en una mujer que tal vez hoy aprende a escribir su propio nombre o a leer la primera página del libro de sus sueños gracias al ejercicio constante de un maestro de esta Isla; en los niños que se lanzan a las calles a la espera del profesor de Educación Física para practicar deportes, bailar una sanabanda…; en los instructores de arte con los telones, títeres, pinceles, lienzos, trajes de bailarines a cuestas, penetrando los más intrincados parajes de la geografía de un país latinoamericano hasta llegar una comunidad de apenas una docena de habitantes sin más intenciones que alegrarlos.
Entonces el día de los enamorados no me parece únicamente la fecha señalada para que una pareja demuestre cuánto se quiere, sino también el día para llevar amor a los desconocidos, aun cuando no coincidamos con ellos nunca más.
Allá, a millas de distancia, muchos cubanos llevan hoy el espíritu de San Valentín en ese acto sagrado del servicio al prójimo, movidos por el sentimiento universal que el Apóstol consideró la clave para engendrar la maravilla y convertir el barro en milagro; esa suerte de condición —diría un poeta— “donde la felicidad de otra persona es esencial para tu propia felicidad”.
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