La novela cubana, a pesar de que solo ocupa la pantalla tres veces por semana y no goza de la retransmisión trasnochada de su similar brasileña, se vive, y valga la redundancia, como la vida misma, y no como una representación
No muchos, entre nosotros, le llaman telenovela, sino novela a secas. Óigase esta palabra en medio de una conversación en un centro de trabajo, en la calle o en una guagua y ya se sabe que se habla de la novela en la televisión. O con mayor propiedad, de la última novela, de la que se está transmitiendo ahora mismo, o de la que acaba de terminar.
Sucede con Cuando el amor no alcanza y no es un hecho fortuito. Aun cuando se observan cambios sustanciales en los patrones del consumo audiovisual, sobre todo entre los jóvenes nacidos en la era digital y en el seno de los todavía minoritarios grupos sociales con acceso a las nuevas tecnologías de la información, la televisión sigue marcando la pauta en el orden del entretenimiento y la novela, por su ubicación en la parrilla de programación, atrae mayoritariamente la mirada de la teleaudiencia y establece una zona de socialización única en el ámbito familiar.
Esto último se acentúa de manera particular cuando, como en el caso de la novela recién transmitida por Cubavisión, se aborda la realidad contemporánea.
Se originan, entonces, consensos y disensos, filias y fobias, en torno a la trama y las subtramas, los personajes y conflictos. La novela cubana, a pesar de que solo ocupa la pantalla tres veces por semana y no goza de la retransmisión trasnochada de su similar brasileña, se vive, y valga la redundancia, como la vida misma, y no como una representación.
He asistido en estos tiempos a discusiones interesantísimas sobre Cuando el amor no alcanza. En casi ninguna se ha cuestionado el reflejo artístico de la realidad, sino la realidad per se. Los referentes son las situaciones y los caracteres que están al alcance de la mano de los participantes en los debates, si esta pareja se parece a esta otra que habita al lado de mi casa, si a Fulano le sucede lo que a Zutano, o si mi amiga Esperanzeja reaccionó de manera idéntica o diferente a la de este u otro personaje.
Podría decirse que de manera objetiva Cuando el amor no alcanza fue un espejo en el que una buena parte de los telespectadores reflexionaron sobre su propia y ajena experiencia, y eso es, indiscutiblemente, un aspecto que no debe dejar de tomarse en cuenta a la hora de valorar el impacto social de la novela. Es atendible, que a partir de los avatares de la trama, los telespectadores opinen sobre las tensiones sentimentales, los prejuicios sexistas, los encontronazos intergeneracionales y la toma de decisiones individuales en un contexto de transformaciones socioeconómicas (el papel del sector no estatal en las perspectivas de realización individual), por cierto, epidérmicamente reflejados en el desarrollo de la novela.
Pero la televisión es un medio artístico, por lo que no basta proponerse tal o cual tema o hilvanar esta o aquella historia para calar en la audiencia. En Cuando el amor no alcanza la distancia entre el planteamiento original del guion, a cargo de una de las escritoras de mayor oficio y relieve, Maité Vera, completado por Consuelo Ramírez y el propio director Jorge Alonso Padilla, y su plasmación en la pantalla se quebró por ambos costados.
Cuesta trabajo hacer creíbles determinadas situaciones a partir de un esquemático diseño de la progresión dramática y si a esto se añade la insegura dirección actoral y la chatura de una estética costumbrista superada, se comprenderá por qué la novela nunca despegó como se esperaba.
No reconozco en este Alonso Padilla a aquel que insufló aliento artístico a los episodios que tributó para Bajo el mismo sol. Cierto que hubo incontables dificultades en el proceso de producción, pero cuando el telespectador se sienta ante la pantalla doméstica quiere un resultado y no justificaciones.
El tema de las actuaciones desborda lo dejado de conseguir en esta novela. Parece ser una asignatura pendiente de los dramatizados cubanos de más reciente factura: proyecciones desangeladas, gesticulaciones vanas, falta de organicidad en las caracterizaciones. Los ejemplos sobran. Salvo en el caso que nos ocupa la experiencia de Alicia Bustamante (Mela) y Mayra Mazorra (la madre de Yaneisy), la plausible interiorización de Mayelín Barquinero (Rita) y el convincente regreso de Alberto Joel García (Víctor).
A estas alturas algún lector-televidente podrá pensar que para el crítico todo está perdido. No lo crea. Reservas artísticas y motivaciones intelectuales abundan en una televisión que debe despojarse de atavismos y renovar métodos de producción y lenguaje. También conviene mirar hacia atrás para tomar impulso. La cajita decodificadora nos puede dar más de una sorpresa. Cubavisión Internacional ha reprogramado algunas producciones realizadas en medio de los más crudos momentos de la crisis de la última década del siglo pasado, en las que hubo mucha dignidad.
Es tiempo de que a la manida frase “hemos hecho esto con mucho amor” se le corrija: con mucho amor, sí, pero con pasión inteligente.
Muy acertado Pedro de la Hoz, como casi todo lo que escribe. Desde el comienzo atrae el título, y sus argumentos, que parecían todos positivos, terminan en una relación muy bien argumentada de deficiencias que pudieron tenerse en cuenta para mejorar la factura de la telenovela. Destacó las actuaciones que a su juicio sobresalieron y por respeto solo mencionó: «falta de organicidad en las caracterizaciones». Espero entonces por la próxima novela y que no sea del último amor.