Negada a que el tiempo tergiverse los episodios, Arminda Albert ordena sus memorias como miembro del Directorio Revolucionario 13 de Marzo en Trinidad.
Si el tiempo y los achaques se lo permiten, le gusta llegar a la costa para mirar el vaivén de los botes, lo que ha sobrevivido del puerto en Casilda y recordar a su padre Juan Bautista Albert. “Es verdad que yo siempre he sido una loca”, concluye, como si la intranquilidad de las aguas le despabilara los recuerdos de cuando escondía balas en latas de galletas o se fugó de casa para ayudar a las guerrillas.
Con casi 76 años en los hombros, Arminda Albert Hernández no ha perdido la singular carcajada que la distinguió dentro del Directorio Revolucionario 13 de Marzo, en Trinidad, ni tampoco la intransigencia de la juventud. Para muchos sigue siendo la China; para otros, la hija más rebelde que haya conocido Casilda, el poblado que la vio nacer aquel 2 de diciembre de 1939.
“No entiendo cómo mi familia quería que fuera de otra forma. Era imposible. Mi papá era simpatizante del Partido Ortodoxo, mis tíos eran sindicalistas de los muelles, tuve un profesor de Inglés y Mecanografía que vino de La Habana por pronunciarse contra el Golpe de Estado de 1952, me sabía de memoria los artículos de Bohemia sobre el 26 de Julio, siempre tenía en mi monedero una foto de Fidel… todo eso definió mi carácter.
“Cuando se empezó a organizar la lucha en Casilda intentaron mantenerme al margen, pero yo estaba familiarizada con el proceso revolucionario porque desde la cafetería de mi tío, Israel Albert, ubicada frente al parque del pueblo, se conspiraba contra Batista. Llegó el momento en que necesitaron un enlace. Yo me brindé”.
Así, aprendió a esconder los abastecimientos. “Aprende: las balas abajo, las galletas arriba para disimular, me decía tío”. Llegaron las escapadas a las reuniones clandestinas y la venta de bonos; todo a escondidas de los padres.
“Sin el consentimiento de nadie fui a hablar con Adelfo Hernández Torrecilla, coordinador del Directorio en Trinidad, porque quería hacer más. Empecé a aglutinar a otras mujeres al movimiento, comprábamos tela caqui, porque no había verde olivo, cosíamos pantalones y camisas para los guerrilleros, brazaletes, repartíamos el periódico Sierra Maestra, que se reproducía en la academia de Pepe, mi antiguo profesor. Después del 5 de septiembre empezamos a poner banderas y carteles en lugares públicos. Me convertí en el puente entre Adelfo y quienes se sumaban a la lucha”.
Pero llegó el momento en que la familia se enteró… “Pusieron el grito en el cielo, imagínate. Como todos los padres, hicieron hasta lo imposible para que lo dejara, pero yo sabía que en el fondo mi papá estaba orgulloso de mí. Al final me dejaron por incorregible”.
Y en medio de todo el ajetreo, ¿usted estaba soltera?
“Sí, hijo, sí. La Revolución era como cuando uno se enamora: nada más piensas en eso. Los muchachos que trabajaron conmigo los veía de forma muy cercana. Había quien se enamoraba de mí, pero todos eran muy feos (ríe)”.
Mas, el recrudecimiento apenas comenzaba. “A veces el triunfalismo con que se cuentan los hechos tiende a minimizar la capacidad del enemigo. La contrainteligencia de Batista lo sabía todo. Quizás no detalles específicos, pero eran capaces de oler a mil leguas cuándo se gestaba una situación revolucionaria”.
El hostigamiento aumentó a pasos agigantados. Arminda tuvo que abandonar Casilda, escondida en el maletero del carro de su tío hasta llegar a Santa Cruz del Sur, en Camagüey. Sin embargo, la estadía fue corta, pues apenas llegó a tierra agramontina, la casildeña comenzó a contactar con los integrantes del Directorio hasta terminar tras las rejas por una delación.
“Por suerte, mi prima enamoraba con el sobrino de Águila Roja, el jefe de la guardia rural de la provincia. Él mandó a buscar a mi papá y le dijo: Te la llevas de aquí porque ella viene dando mucha guerra”.
Lamentablemente, los escarmientos sirvieron de poco. Veinticuatro horas más tarde de regresar a su pueblo, Arminda huyó a Trinidad, pidió a un chofer de paso que la llevara hasta Manaca, y allí lo amenazó con un cuchillo para seguir hasta Condado, donde estaban las tropas. “Empecé a dar clases en la escuelita, luego me convertí en el correo del Estado Mayor, recibía a combatientes de otras regiones y ayudaba a escapar a otros que corrían peligro, como Antonio (Tony) Santiago”.
¿Cómo una mujer se acostumbra a la vida en campaña?
“Yo dormía en una hamaca, en casa de los campesinos, con la ropa puesta por si había que salir corriendo. Me gustaba eso. Como esos guajiros, ninguno. Ellos alimentaban a la tropa, calentaban agua si había frío para bañarse. En realidad, gran parte de los éxitos se los debíamos a ellos”.
Sin embargo, la literatura recoge, a veces, descripciones un tanto paupérrimas en las condiciones de lucha…
“Es culpa de la exageración. Allá teníamos teléfono, emisora, creamos un Departamento de Educación, con Gilberto Mediavilla como jefe, el Departamento Legal con el abogado Humberto Jorge, la contrainteligencia… El directorio no estaba, para nada, en pañales, como se nos ha achacado”.
¿Y sus padres?
“Mi hermano salió detrás de mí, pero papá logró dar con él y lo bajó de la loma. A mí no me vio porque yo estaba en una misión. Mi mamá, según me dijeron después, lo único que hacía era llorar y tomar Coca Cola”.
Luego de seis meses en el monte, todo estaba listo para la liberación en Trinidad. Arminda regresó a Casilda. Ahí la sorprendió la victoria definitiva. “Yo te digo a ti que la vida tiene cada cosas: la victoria final la viví en el lugar donde había empezado toda mi formación revolucionaria”, exclama con nostalgia.
Las aventuras continuaron, más tarde, en la Campaña de Alfabetización, donde fue jefa de brigadistas, la posterior escritura de la biografía de cada uno de los combatientes, la llegada del amor, el nacimiento de sus dos hijas, los años en la Biblioteca Municipal hasta la jubilación.
Antes de la lucha revolucionaria, ¿cuáles eran sus aspiraciones?
Ser periodista o abogada, y terminé convirtiéndome en la hija rebelde de Casilda.
¿Cuánto duele ver que ciertos episodios no se sepan?
Estamos demasiado empeñados en querer ser perfectos. Se cometieron errores, hubo divisiones, criterios encontrados, incluso a muchos hombres que pelearon no se les dio medalla porque eran homosexuales. Por eso siempre he dicho que me cremen y lancen mis cenizas en Dos Arroyos, allí estaba el campamento del Estado Mayor. Cuando me pongo a pensar en eso, recuerdo a un amigo muy querido que estuvo conmigo en el campamento. Él siempre me decía: “China, a los triunfadores nadie los humilla”. La historia no se escribe con un lápiz y una goma: la historia se escribe con la verdad.
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