En su más reciente muestra personal, el pintor trinitario Janoy Sánchez (Tabambiala) lleva al lienzo la espiritualidad de los hombres que veneran las deidades yorubas
Se declara hijo de Changó. Y tal vez heredó del dueño del trueno la alegría de vivir. Un día decidió reservar el nombre con que lo bautizaron (Janoy Sánchez) solo para cuestiones oficiales, comenzó a llamarse Tabambiala y tomó el pincel para inmortalizar sus tormentos, ansias, frustraciones, dioses.
De la mañana cuando eligió el camino de las artes plásticas han transcurrido ya dos décadas. El artista, sin embargo, se resiste a abandonar la línea con que se lanzara al ruedo de la creación: el arte naif, los colores brillantes, los trazos ingenuos.
Trayectoria y proyecto de vida construyen el discurso de Pataki de una existencia, la más reciente exposición de Tabambiala, quien desafió el mito de relegar la segunda planta de la Galería de Arte de Trinidad, para trasformar el espacio en una suerte de templo donde el hombre rinde homenaje a los orishas de la regla de Ocha.
Pareciera que los lienzos retratan a Yemayá, Oggún, Oyá, Ochún… Mas, en realidad, se trata de dilucidar “cómo se alcanza ver al hombre desde lo más humano representando a sus dioses”. Para ello no se limita solo a la obra pictórica, sino que agrega elementos tridimensionales (atributos de cada deidad) para enmarcar las obras, camino nunca antes transitado por el pintor, acaso como la renovación intrínseca en el quehacer de 20 años. Por eso la muestra no se limita solo a mirar, sino que invita a las manos a descifrar los mensajes ocultos también en los símbolos.
“La idea nació de repente —confiesa—. Durante la etapa de confección de los cuadros surgió la iniciativa de añadir elementos que enriquecieran visualmente cada pieza. Nos parecía muy aburrido presentarlas de forma tradicional. Por suerte, el mundo de los orishas brinda la posibilidad de crear toda esta magia”.
A base de colores brillantes, cantos en lengua yoruba, y el vestuario característico de cada santo (cortesía del diseñador Yuniesky Pérez, invitado a la muestra), aparecen diferentes historias (patakí) de los dioses venidos de África; episodios que se entremezclan con una recreación de la misa espiritual, vivencias personales del autor y otras imágenes simbólicas.
“Es un paralelo entre mi vida cotidiana y la artística —continúa— y, a la vez, una declaración de fidelidad al árbol del cual me he nutrido para crear, a lo que siempre vi en Benito Ortiz, en Ruperto Jay Matamoros, en todos los pintores ingenuos, primitivos o no, que han influenciado mi obra. No soy muy dado a las categorías dentro de la plástica. Prefiero decir que se trata de arte popular, centrado en explorar las creencias de los hombres de la ciudad”.
A plena tarde, durante la apertura de la expo, sonaron los tambores, se escucharon versos en idioma de negros africanos para convocar a sus deidades. Aparecieron. Comenzaron a bailar en la Plaza Mayor, tomaron por asalto a la Galería de Arte, subieron hasta el segundo nivel y se pararon a mirar la ciudad que custodian desde otra dimensión. El último en aparecer fue Changó. Mas, no irrumpió solo en el salón: un hijo suyo llamado Tabambiala aguardaba en el umbral para tomarlo de la mano y escribir un nuevo patakí en su existencia.
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