Después de una semifinal de ensueño, Isla de la Juventud y Ciego de Ávila se ven las caras por la corona de la pelota cubana
Habrá que escribir con letras mayúsculas la historia de este play off y al margen del desenlace final entre Piratas y Tigres, de Isla de la Juventud tendremos que hablar por largo tiempo.
Porque los muchachos de la isla ¿pequeña? se llevaron ya el mejor botín cuando entraron en esta batalla crucial después de hundir en su propia madriguera a los Leones de la capital y sepultar en su palacio-pantano a los Cocodrilos de Víctor en un cierre dramático y espléndido que los coló por primera vez en una final del béisbol.
Para describirlo, y mucho más para entenderlo, debió verse el juego a juego y jugada a jugada, no solo para disfrutar de la pelota tal como la conciben los mejores aficionados, aunque los técnicos le encuentren fisuras, sino porque los números aquí poco cuentan. No hay estadística que recoja la manera de jugar y entregarse de los isleños, su forma de correr y divertirse, de combatir y soportar presiones con esa rara capacidad de ganar el desafío que no se puede perder, de triunfar en el llamado juego pequeño (tres de las cuatro victorias fueron en extrainning), de levantarse erguidos tras dos nocauts o un marcador en contra, de enseñar que no hacen falta jonrones (solo conectaron uno en el partido final) y ganar en un patio ajeno repleto y delirante.
Tampoco hay números que ilustren un banco activo todo el tiempo con un mánager sin sentarse, pero que trasmite confianza y seguridad sin robarse para sí el protagonismo de sus muchachos. No hay cifras que ayuden a entender su humildad de equipo cuajado de “don Nadie”, pero nucleados alrededor de un Michel Enríquez, que, sin impulsar una carrera, arrastró a sus Piratas al triunfo; lo mismo orientando el lugar exacto en un jardín, que dando confianza a los lanzadores o deslizándose en home como un colegial para rubricar un empate o una ventaja.
Los números sí enseñan que no hacen falta guarismos históricos para que emerja un héroe momentáneo que dé el hit cuando haga falta, llámese Rigoberto Gómez, Danier Gálvez, Jorge Luis Barcelán o Jorge Alberto Tartabull, o dos cerradores de lujo como Dany Aguilera o Héctor Mendoza, este último tan tozudo como eficaz.
Atrapado primero en la encerrona del “Labra”, que terminó por sentenciar el cotejo, Matanzas vio escabullirse otra vez un play off para el que aún no está apto, ahora por su menguado bullpen, por su débil receptoría, por sus flaquezas defensivas a la hora decisiva o sencillamente por el cambia cambia de jugadores, una práctica que, si bien ayuda a mantener activo a un equipo entero, en la postemporada le ha pasado factura y le adiciona presión a los Cocodrilos que, aunque regalaron adrenalina, sucumbieron ante el empuje de unos isleños decididos a un séptimo partido por su propia cuenta.
No contentos con ganar, los pineros terminaron dándoles a los matanceros agua de su propio chocolate, con un squeeze play suicida que sirvió para alargar el último partido y luego los humillaron con un rolling de 10 carreras en lo que seguramente pasará a la historia como la pesadilla del onceno capítulo.
Quizás así los del Matanzas aprendan que para ganar no bastan los amuletos extradeportivos, ni los sobregiros materiales, ni jugar con una nómina cambiante en demasía, si se tiene enfrente a un equipo con carácter, que incluso llevó al mánager yumurino a sopesar su clase: “Ellos hacen el tipo de juego que a mí me gusta”.
Los Piratas ganaron de forma inobjetable y pusieron literalmente a temblar a los matanceros, no solo por los 12 errores físicos que cometieron estos últimos, el más letal de ellos el del santiaguero Luis Yander La O que, a fuer de ser justos, no fue el culpable del fatídico desenlace yumurino, el cual nuevamente sumió en el desencanto a sus seguidores, ya con cuatro años a la espera de un título, que esperaron acariciar ahora ante la ausencia de los cuatro grandes.
He ahí una de las razones que me llevaron a darle a Matanzas el sello de favorito, un pronóstico que aplaudo haber errado. La Isla podrá ganar o perder en la finalísima ante Ciego de Ávila, mas eso ya no cuenta. Cautivó corazones porque jugó con él; así ya es más grande que su propia geografía y hace rato se instaló en el podio de la admiración de buena parte de la isla mayor, que salió con sus habitantes a “conguear” en la madrugada infinita del miércoles.
Tiene ahora enfrente el que a la postre ha resultado el mejor equipo luego de la segunda fase: un Ciego de Ávila que igual apabulló en cinco juegos a Granma, el más desteñido de los semifinalistas, y de nuevo una caricatura de su propia fortaleza, pues sus grandes bateadores parecieron minúsculos adversarios al punto de solo promediar para 240 y gastaron todo su barraje en el partido inicial.
Neutralizada la única arma con que cuentan para luchar, a poco podía aspirar Carlos Martí con una defensa de ocho errores (961) y un staff con un solo lanzador, Lázaro Blanco. Quizás para próximos pedidos aprenda que con un box tan deficiente (7.71) deba buscar mejores refuerzos porque no siempre, como ahora, sus bateadores podrán sacarlo a flote.
Ciego, sin embargo, cuenta con todos los atributos para ganar su segundo título en cinco años, algo que lo confirmaría como un grande emergente: pitcheo de lujo con tres abridores de probada eficacia como Yánder Guevara, el espirituano Ismel Jiménez y Vladimir García, además de una andanada de relevistas que resuelven y responden.
También dispone de bateadores útiles, de tacto y de fuerza, capaces de remontar marcadores a fuerza de batazos y una defensa que luce hermética y aplomada.
En números, supera a los isleños no solo en la fase regular, sino en la recién concluida semifinal: batean 339 por 289 sus rivales, fildean para 984 por 963 y su pitcheo lanza para 3.48 PCL por 5.88 los Piratas.
Pero ya le dije antes que los atributos pineros no aparecen en las estadísticas, aunque a veces los explican. Y ya que a esta altura no se echa de menos a los cuatro grandes, ojalá este enfrentamiento que apenas comienza nos mantenga los pelos de punta y el estrés con los cardiólogos de guardia.
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