La villa espirituana intenta mantener a buen recaudo la heterogeneidad danzaria que ha heredado a través del tiempo
Quizás a pocas horas de su fundación misma, Sancti Spíritus empezó a cargar sobre sus hombros el estigma de asociar los paisajes de su región con los de un sitio meramente bucólico, fértil para las actividades agrícolas, la cría de animales…, pero incapaz de hacer germinar un arte tan fino como la danza, a no ser los bailes asociados al propio entorno campestre.
Si bien muchos consideran todavía tal profecía como cierta, la villa se ha encargado de deslegitimizarla con el paso del tiempo. Bastó, por ejemplo, que el primer canario emigrante depositara sus bártulos en suelo de Cabaiguán para que también plantara el legado de bailes de sus antepasados y de a poco ese municipio de la geografía espirituana se convirtiera en el asentamiento para las tradiciones procedentes allende los mares: tejer la trenza, usar los trajes típicos de la región… Bastó, por ejemplo, que los negros desarraigados de África llegaran al puerto de Casilda para comenzar a adorar a sus dioses, ocultos tras la imagen católica de los blancos, con tambores, cantos en lengua yoruba, y al calor del fuego bailaran con delirio a Ochún, Yemayá o Changó, como lo hacían antes de conocer la opresión.
Ello, unido a los bailes que más tarde surgirían al pie de la palma, mientras el hombre del lomerío tocaba el tres y cantaba décimas, conformó la heterogénea capacidad de Sancti Spíritus de bailar lo mismo las acompasadas melodías canarias que sucumbir ante el rugido de los cueros o salir a la pista a escuchar las tonadas.
Gracias a esa inmigración que no recaló en otros puertos, el acervo danzario del territorio permaneció inmune al contagio con otros sitios de Cuba, tal y como sucedió con el folclor, por solo ilustrar uno, cuyos instrumentos, rezos, entonación han resistido las influencias foráneas, al punto de convertirse en referencia para el aprendizaje de la cultura afrocubana en la isla.
Basta adentrarse en el poblado rural de Condado, en el Escambray trinitario, para toparse con el baile campesino dedicado a la negra María Pingolla o la llamada Sirivinga, autóctonos de esa zona donde aún se bailan en la fiesta patronal para demostrar que el tiempo no tiene el don de borrar el pasado.
Tal vez en esa suerte de amalgama danzaria que envuelve el territorio recaiga, sin embargo, el peligro de que, bajo la imagen de un falso histórico, planten su comarca ciertos bailes que nada tienen que ver con la herencia recibida por los siglos de los siglos, como son pasos, ritmos y gritos originarios de Haití; tropa que ha invadido recientemente Trinidad.
De cara al día en que se defiende con vehemencia a la danza, un mensaje nos llega desde el tres, el tambor y las melodías canarias: los bailes ya enraizaron en esta tierra. No estamos en tiempos de invasiones modernas que pongan en peligro la identidad, menos con argumentos con trasfondos económicos, disfrazados con el rostro de la incoherencia o la voluntad inconsulta. Estamos en tiempos de luchar a brazo partido por el legado danzario.
De lo contrario, esa escaramuza librada por la villa misma para sacudirse aquel vaticinio que la condenaba a la eterna identificación con los recodos del campo caerá al abismo y bien podía aflorar una nueva sentencia: “En la tierra que se llamó de Sancti Spíritus, el baile perdió el alma”.
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