Protagonistas de su tiempo, las féminas de la tierra del Yayabo escriben a diario episodios de progreso en la cuarta villa de Cuba
Bien temprano en la mañana, cuando el cantío de un gallo rompe en el silencio, una mujer se arrima al fogón para hacer el café, preparar la leche de sus hijos y verificar que la camisa del uniforme esté planchada. Apenas despunta el alba, la silueta de una mujer cruza el umbral de la casa con folios apresados en carpetas, con tizas y borradores que duermen en los bolsos, con un sombrero para aliviar las temperaturas del mediodía y una guataca para preparar la tierra… Otras, por su parte, permanecen en vilo durante la noche, custodiando aquel lugar, y los primeros claros del día las sorprenden luchando con la modorra del desvelo.
Conscientes de su protagonismo en el desarrollo socioeconómico, político y cultural de Sancti Spíritus, no existe un rincón del terruño que no haya recibido esa suerte de luz que constituye la presencia de una mujer cuando alza su voz para solucionar a aquel problema supuestamente irremediable, cuando ofrece el consejo que, a la postre, puede salvar a muchos del naufragio.
Si bien todavía quedan talanqueras a sortear, cada vez afloran más las historias protagonizadas por las espirituanas, mujeres de a pie que se dejan la piel en aquel central, en la fábrica ubicada en medio del lomerío, en el cafetal de la cooperativa, en el aula de una escuela donde entregan el alma a niños, adolescentes y jóvenes como si fueran sus hijos.
Con el temple heredado de una estirpe de cubanas que desafiaron su época, intentan romper las barreras del estereotipo para demostrar su valía, codo a codo con los hombres. Así, lo mismo bordan como las enseñó la abuela, que toman el pincel, amasan la arcilla afín de crear una pieza con valores artísticos, escudriñan en libros antiquísimos para preservar el pasado, salen en estampida a cubrir la noticia, se visten de azul y encarnan la autoridad en las calles, toman el fusil para alistarse en caso de conflictos o lideran un ejército de hombres en tareas que precisan de sacrificios impensables.
Y todavía no pocos se preguntan dónde yace el secreto para lidiar con mil veleidades y, a la vez, echarse a cuestas un hogar, y erigirse como horcón de una familia.
Bien temprano en la mañana, cuando el cantío de un gallo rompe en el silencio, las hijas raigales de la villa del Espíritu Santo pintan con su quehacer el lienzo cotidiano de la vida. Cada una utiliza sus propias técnicas, colores, trazos y matices para convertir esta tierra de tonadas y tríos, de guayaberas y décimas, en un óleo donde se dibuja la imagen de una mujer.
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