Escambray retoma la polémica que desde hace años se viene tejiendo en torno a uno de los símbolos de la cubanía: La bayamesa o Himno de Bayamo.
Pedro de Jesús*
Hará 147 años de que para La bayamesa, cantada pública y colectivamente, empezó el largo e inflexible destino que signa a las obras patrimoniales del pueblo.
Mucho detalle curioso y alguna que otra verdad entrevista han salido a la luz después de aquel 20 de octubre. Queda claro, por ejemplo, que es errónea la versión según la cual Perucho habría compuesto los cuartetos sobre su caballo, en medio de la jubilosa multitud apremiante. Engendrados antes, se limitó a reproducirlos.
Los historiadores discrepan sobre la fecha exacta de creación. O 14 de agosto de 1867, haciendo caso al bayamés Maceo Verdecia, o marzo de 1868, siguiendo a Modesto Tirado, puertorriqueño aplatanado en Manzanillo. El primero, acaso con el ascendiente de que Francisco Maceo Osorio, tío al que nunca conoció, se hallaba en el bufete de Figueredo cuando “descendieron (…) en lluvia inefable de sonidos, las estrofas revolucionarias”. El segundo, con atendibles testimonios del hijo menor y el yerno de Perucho.
También la autoría de la letra se ha puesto en escrutinio. Años atrás Escambray acogió las revelaciones de una investigación realizada en la Universidad de La Habana, que proponía considerar a Luz Vázquez, esposa de Perucho, autora de la letra y, por tanto, coautora de la composición. En sostén de esta hipótesis volvían a esgrimirse las declaraciones del yerno de Figueredo, Carlos Manuel de Céspedes y Céspedes, en un periódico veracruzano de 1897.
Ni en la notación y letra que se anexan a la Ley No. 42 de 1983, De los Símbolos Nacionales, se le identifica como quiso Perucho, La bayamesa, sino Himno de Bayamo.
Por si no bastara, Delio Orozco, el actual historiador de la ciudad de Manzanillo, es el adalid de una contienda —historiográfica y civil—que procura restituir el nombre original a la pieza, habida cuenta de que ni en la Constitución de la República de Cuba ni en la notación y letra que se anexan a la Ley No. 42 de 1983, De los Símbolos Nacionales, se le identifica como quiso Perucho, La bayamesa, sino Himno de Bayamo.
Justos en parte los reclamos de Orozco, vale reconocer, no obstante, que desde el siglo xix entre los cubanos circulaban, indistintamente, ambos nombres. En el número 81 de Patria, órgano fundado por Martí, en el encabezamiento de la letra reza como El Himno de Bayamo, similar a otros periódicos de 1900 y 1901 donde se le menciona, entre ellos uno de Trinidad, El Telégrafo. Otro tanto ocurre en el sainete bufo Arriba con el himno, de Ignacio Sarachaga: ninguna de las tres veces que allí aparece referido se le llama por el título con que lo bautizó su autor, sino mediante el otro, que la tradición popular le había conferido.
Tal vez sea ese el paradójico y privilegiado fatum de todo cuanto el pueblo convierte en suyo: sin reparar mucho en linajes y jurisdicciones, trueca, borra, injerta…
Así, ante fenómenos culturales de arraigo colectivo, expuestos, como la vida en el universo, a los fueros y desafueros del tiempo, resulta con frecuencia equivocado oponer de modo tajante lo auténtico y lo espurio, lo original y lo degenerado. Sirvan de lección las coplas y romances anónimos. O el latín imperial: en boca de las mayorías incultas fue mutando centuria tras centuria hasta que de la “corrupción” y la “decadencia” emergieron, rebosantes de salud, las lenguas románicas que hoy se hablan en el mundo.
Flora Mora, pianista y pedagoga, también periodista, acometió en la década de los 50 del pasado siglo una acuciosa pesquisa, a fin de probar que tanto la letra como la melodía se habían “desnaturalizado”.
La investigadora que con más fuerza asumió esta posición dicotómica en sus reflexiones sobre las mudanzas del himno ha sido, quizá, Flora Mora (1898-1987). Pianista y pedagoga, también periodista, acometió en la década de los 50 del pasado siglo una acuciosa pesquisa, a fin de probar que tanto la letra como la melodía se habían “desnaturalizado”. Rastrea una veintena de versiones y examina con envidiables saberes músicos las adulteraciones de la melodía original en las más importantes, al tiempo que, de paso, incluye algunas observaciones sobre los cambios en la letra.
Si juntamos su trabajo con los apuntes de Zoila Lapique sobre el tema, desperdigados en Cuba colonial. Música, compositores e intérpretes, alcanzaremos una idea panorámica de los avatares por que atravesó la pieza en tránsito hacia la posteridad.
Muerto Figueredo apenas iniciada la guerra, de su puño y letra solo se conservó el autógrafo que regalara a Ada Morel en 1869. Pero ni los patriotas que marcharon al exilio ni los que permanecieron en Cuba conocieron ese documento, hecho público en octubre de 1900. En lo fundamental, mientras duró el conflicto armado, el himno tuvo que trasmitirse por vía oral. La condición esencialmente transformadora de la memoria permite comprender que los impresos de la época mostraran incongruencias, a veces enormes, cuando difundían la letra y la música de la composición.
Para que se tenga una idea: en versiones pergeñadas por los emigrados en Nassau el himno termina con el verbo volad, no corred, y las líneas tres y cuatro, en vez de No temáis una muerte…/, decían más o menos: Hoy romped la cadena ominosa,/ A los gritos de Honor, Libertad.
Una de esas versiones —apócrifas las llaman—, fechada en octubre de 1868, es la primera, de las halladas hasta el momento, donde se eliminan las estrofas finales que Figueredo escribió en la partitura; y otra, impresa en 1873, resulta la primera descubierta en la que sumido y sonido se pluralizan.
Frutos de esas circunstancias son los arreglos que varios músicos emprendieron, como Emilio Agramonte para Patria y José Antonio Rodríguez Ferrer para los festejos por la entrada de los mambises a Guanabacoa el 15 de diciembre de 1898. En ambas versiones Mora advierte diferencias en la línea melódica respecto del autógrafo: supresiones de notas y compases, alteraciones en la tonalidad… También —en la de Rodríguez Ferrer— impropiedad en el ritmo, espíritu extranjerizante en la introducción añadida, etc.
Lo que más llama mi atención, por supuesto, es de índole verbal: en las reproducciones de Patria, el orden de las palabras en el sexto verso difiere del que conocemos. En lugar de “en afrenta y oprobio”, se lee “en oprobio y afrenta”. ¿Y saben lo que dice Flora Mora al respecto? Que ese —y no el que trascendió por el uso— es el verdadero orden… Y lo defiende aun cuando en el autógrafo Perucho escribió “en afrenta y oprobio”. Verdad que Mora trae a colación testimonios de algunos familiares del (co)autor, pero, si no descabellado, al menos me parece dudoso lo que concluye: “tendría (Figueredo) mucha prisa cuando escribió su autógrafo, o algo le distraería en aquel momento y alteró el orden de las palabras”.
La investigadora, además, hilvana un relato minucioso de la polémica que se generó en 1900 a partir del arreglo de Hubert de Blanck, promovido por Fernando Figueredo (sobrino de Perucho) en contra de la versión que José Marín Varona había publicado ese mismo año.
Aparte de esto —que debe complementarse con los hallazgos en la prensa periódica de la época que Lapique ventila—, Mora deja constancia de los repetidos intentos que en la Cuba republicana hubo por estudiar, fijar y/o “purificar” el himno. Aunque lo asiente de un plumazo, quedan plasmados, para quien se decida a ahondar, el nombre de una institución: Comisión Pro Himno Nacional. También unas fechas: 1900, 1918, 1925, 1929 y 1940.
No se trata, ni por asomo, de que, siendo el himno patrimonio de todos, podamos cambiarlo. Todas aquellas modificaciones fueron consecuencia de un contexto histórico que las hizo, por perentorias, plausibles.
Se echa de menos, no obstante, una visión como la de Marial Iglesias. En su libro nos enteramos de que en esos años el himno se había entrañado tanto en el pueblo que este lo cantaba a viva voz, “a diferentes tempos y con variaciones en su letra”, no solo en celebraciones patrióticas, sino, por ejemplo, en una boda, a la entrada de los novios a la iglesia… O de que se usaba “para ‘amenizar’ cuanta fiesta o jolgorio con connotaciones nacionalistas se celebraba”. O de que con él, durante la República, según Emilio Roig, “se compusieron y ejecutaron toda clase de piezas bailables”.
No se trata, ni por asomo, de que, siendo el himno patrimonio de todos, podamos cambiarlo. Todas aquellas modificaciones fueron consecuencia de un contexto histórico que las hizo, por perentorias, plausibles.
Digo esto porque si bien a estas alturas a nadie se le ocurriría, cuando canta el himno, introducir, ex profeso y arbitrariamente, variaciones en el texto o la melodía; sin embargo, cuidamos muy poco de su representación verbal por escrito. Incluso editores, pedagogos, investigadores.
Dos libros destinados a la enseñanza dan fe: Educación Cívica para quinto grado y uno de los textos básicos de la asignatura Historia de Cuba en el preuniversitario. Sin contar folletos o plegables de las editoriales Política, Gente Nueva, Pablo de la Torriente Brau… O EcuRed y los canales de televisión. Si se confrontan las letras del himno que allí se divulgan, corroboraremos que ninguna coincide por entero en sus usos gráficos.
Pero este grave y complejo asunto es para otra ocasión. Ahora corresponde, porque la efeméride lo amerita, regocijarnos con la fiesta innombrable —como dijo el poeta— de ser cubanos y tener un himno empecinadamente nuestro. Figueredo es su autor. O su coautor. Nosotros, el pueblo, también.
* Narrador, poeta y ensayista. Premio Alejo Carpentier
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