¿Son los valores entes inapresables que salieron volando para jamás volver? ¿Escogerán, como los ángeles, a las personas que resguardarán? ¿Nacerán en la exclusividad de los recintos escolares o harán nido en algún otro lugar?
El rostro que me mira desde la esquina superior de la página remeda mucho el mío, aun con carnes de menos y un aire juvenil anclado en el tiempo. “Año del Aniversario 40 de las Batallas Decisivas de la Guerra de Liberación”, se lee en el reverso. Uno de los lectores más fieles de Escambray, quien fungiera como director del órgano en aquel memorable año en que esta reportera llegó a él, había advertido al poner en mis manos el pliego amarillento presillado a un cartón: “Lo escribiste hace casi 17 años, pero tiene una vigencia del carajo”.
“El curso de las esencias”, reza el título del comentario redactado en los albores de un incierto septiembre. Una lectura rápida confirió la razón al amigo Aramís Arteaga: cada párrafo parece hecho ahora mismo, con la salvedad de que en aquel 1998 comenzábamos a ver la luz al final del túnel y por primera vez se hablaba del rescate de valores resquebrajados o averiados en una travesía especial inolvidable y tormentosa. Clases que contribuyeran a un aprendizaje mayor y más eficaz, al afianzamiento de cualidades imprescindibles para fortalecer la disciplina y la responsabilidad ciudadana, al respeto de cuanto nos rodea, al crecimiento espiritual del alumnado de entonces. Tales eran las metas principales en un país que se iniciaba en el descubrimiento lacerante de la desigualdad en hogares y aulas, que se adentraba en un asunto de permanencia o ida a pique.
Aquel mañana del cual se hablaba entonces ya llegó y la niña de quinto grado que alentó parte de las reflexiones es toda una mujer con caminos de bien ya recorridos. Se impone la mirada a estos más de tres lustros. Se imponen las preguntas. ¿Son los valores entes inapresables que salieron volando para jamás volver? ¿Escogerán, como los ángeles, a las personas que resguardarán? ¿Nacerán en la exclusividad de los recintos escolares o harán nido en algún otro lugar?
“Son nuevos tiempos, nuevas épocas y la escala de valores va cambiando, no obstante algunos de ellos se han visto afectados en esta etapa. Inobjetablemente, hay crisis de valores”, sostiene el doctor en Ciencias Filosóficas Antonio Hernández Alegría, con casi cuatro décadas y media en las lides de la Pedagogía y abundantes estudios sobre el tema. Optimista respecto a logros por venir en virtud de los esfuerzos que se realizan en el territorio, reconoce, sin embargo, que hay frenos lo mismo en las instituciones educativas que en el seno de las familias, primeras en la responsabilidad de preparar a sus hijos a la hora de lanzarlos a la vida.
De acuerdo con el estudioso, inocular patrones de comportamiento o afianzarlos depende del docente mismo, de su preparación y su conducta, pero está demostrado que la ejemplaridad no asiste a muchos, que se resiente la coherencia en colectivos pedagógicos y, sobre todo, entre estos y el hogar; que falla la exigencia a la hora de evaluar políticas y atajar fisuras. “Nos sostenemos por los valores que poseen muchas personas; no tenemos otro recurso para hacer subsistir este país”, recalca Alegría.
Mas, al cabo de estrategias múltiples para paliar desaguisados y luego de transformaciones más o menos felices, de éxodos importantes, búsquedas permanentes y alertas miles, aunque con proporciones diferentes, la realidad sigue acusando los mismos bandos de aquel final de período especial: los que crecen bajo buena cobija y los que se extravían por sombríos callejones.
Cuando se accede a los análisis e informes del sector educacional en este 2015 ciertas rutinas parecen detenidas en el tiempo: la idea de una escuela como centro cultural más importante de la comunidad sigue en el plano de las aspiraciones, los paliativos para enfrentar la necesidad de docentes frente al aula continúa encabezando los propósitos, la estructura didáctica de las clases es declarada bajo lupa escrutadora, en tanto se habla de medidas de prevención contra ilegalidades e indisciplinas de diversa índole.
“Antes nadie hablaba de valores y se educaba bien”, consideró cierta profesional del magisterio a propósito de estas pesquisas. Recordé al escucharla mis años de educación primaria, cuando las madres y los padres acudían al colegio no solo a preguntar por sus muchachos, sino también a proponer, reforzar la merienda en días de exámenes, respaldar planes, caminatas, actos cívicos y hasta presentaciones culturales.
¿Será que se extraviaron las memorias de Antón Makarenko y Raúl Ferrer, que se precisa redescubrir lo ya validado por la vida? ¿Será que es tan difícil formar, como enseñó el primero, hombres a base de compromiso y protagonismo en misiones importantes para la colectividad? ¿Será que los zapatos de marca ahuyentaron del todo esas fuerzas telúricas que entraban por los pies? ¿Será que la lectura no procede como método cognitivo y de entretenimiento, que el legado de Martí resulta exiguo, que ya no hay nada más que hacer?
De vuelta al papel amarillento me remonto a tantos otros textos del mismo corte salidos de las plumas de Escambray. “Ojalá todos nuestros niños y adolescentes guarden para el futuro impresiones gratas sobre sus maestros y puedan considerarlos verdaderos consejeros espirituales (…)”, leo. Hay una multitud afuera en condiciones de afirmar que aquel anhelo es pan comido, pero aun así musito por lo bajo: ojalá.
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