Nacida en 1896, la reconocida pintora, ceramista y muralista Amelia Peláez se considera un ícono de las artes plásticas de la isla.
Un incomprensible manto de silencio cubre el recién cumplido aniversario 120 del natalicio de una de las más grandes artistas de la plástica cubana׃ Amelia Peláez del Casal. Ni su lugar de nacimiento׃ Yaguajay, ni La Habana, donde residió desde muy joven hasta su muerte en 1968, han tenido en cuenta ahora su onomástico.
Nacida en 1896 en Yaguajay, en plena guerra de independencia, Amelia Peláez perteneció a una familia de cierta solvencia económica. Su padre, Manuel Peláez —procedente de la capital—, se asentó en el pequeño poblado de donde adquirió prestigio como médico; su madre, Carmela del Casal y de la Lastra, tuvo una esmerada educación familiar, lo que le permitió dominar el inglés y el francés, educarse en escuela privada norteamericana, tener habilidades para el dibujo y educar a sus 10 hijos. Se dice que la futura artista era más bien introvertida y se definió por su capacidad de observación y toma de decisiones propias.
Apenas era una niña cuando dedicó sus ratos de ocio a la pintura. Una parienta lejana que acostumbraba venir de la capital a pasar temporadas en la casa familiar le puso en sus manos pincel y colores para que la acompañase en sus recorridos por los bosquecillos donde gustaba recrear el paisaje campestre de Yaguajay. Fueron pasos decisivos en la conformación de su personalidad artística.
En 1915, cuando apenas tenía 19 años de edad, la familia se instala en La Habana. El padre había tomado tal decisión al caer enfermo. Argumentó ante la familia que como no tenía descanso como único médico que había entonces en Yaguajay jamás podría restablecerse. Un año después fallecería en la capital del país. Con la partida, la joven Amelia llevaba consigo la pasión por la pintura. Muchas copias de láminas de pájaros, flores y frutas había creado en su pueblito natal. Tan pronto se instaló la familia en su nuevo hogar en la Víbora, matriculó en la Academia de Artes Plásticas San Alejandro. Allí la acogió con beneplácito el maestro pintor Leopoldo Romañach (1862-1951), uno de los artistas académicos de mayor renombre de la época.
Esta nueva etapa de su vida fue decisiva, sería pintora. Todos los días iba por la mañana a la academia, un tanto lejana, y regresaba al atardecer.
De ese período surgió una serie de paisajes del entorno campestre habanero. Amelia demostraría habilidades suficientes para el género tan definitorio en los predios académicos. Tanto es así que en la actualidad el Museo Nacional de Bellas Artes exhibe varios de sus paisajes iniciales. Se afirma que ella estuvo entre las estudiantes preferidas del exigente Romañach, quien la recomendó a darle una beca de creación a Estados Unidos en 1924 y luego otra a París en 1926.
Al regresar a Cuba procedente de Francia, siete años después, se encontraría de nuevo en su hogar con el antiguo maestro de quien deseaba conocer su opinión sobre la nueva línea creativa en que incursionaba. Venía con otra visión alimentada por las primeras vanguardias artísticas europeas. Comenta una de las hermanas que el encuentro fue respetuoso. Él llegó de manera cortés, examinó con detenimiento cada una de las obras pintadas por Amelia en París desplegadas en las paredes de la sala. La opinión resultó lapidaria׃ “Amelia, ahora tú pintas así, pero yo sé que tú sabes pintar de otra manera”. Aunque se despidieron amistosamente, nunca más volvieron a verse. En 1935 presentaría por vez primera al público habanero aquellas pinturas novedosas incomprendidas por su maestro. A partir del impacto que tuvo la muestra personal, su casa sería frecuentada por la vanguardia intelectual de la época. Por aquel entonces Amelia sufría de una sordera aguda que la hacía más ensimismada.
Del paisaje a la influencia de la nueva pintura europea, ¿cómo logró esa transformación la joven creadora? Su ejemplo constituye una sólida evidencia de la necesidad que debe tener el artista en formación de conocer lo que acontece en el quehacer artístico de vanguardia.
En Francia logró hacer estudios con la pintora cubista de origen ruso Alexandra Exter, quien le liberó el trazo y le mostró los nuevos derroteros del arte. Sus programas de enseñanza se caracterizaron por darle al estudiante todas las técnicas y campos del diseño y las artes plásticas para una vez graduado adoptar su propia poética. Posteriormente continuó estudios en la Grande Chaumiere, que le perfilaron aún más su propia expresión artística. De los contactos con las vanguardias artísticas años después confesaría que su estilo lo debió, ante todo, al fauvista Henri Matisse (1869-1954) y a los cubistas Pablo Picasso (1881-1973) y George Braque (1882-1963).
Luego de este recorrido habría entonces que preguntarse en qué radica la maestría de Amelia Peláez. Ante todo hay una voluntad de estilo propia que se alineó a la época de encendidas polémicas acerca de los nuevos derroteros que debía tomar el arte en Cuba. Es la época del desencanto político luego de la caída de Gerardo Machado y de la búsqueda de lo cubano desde posturas trascendentalistas ajenas a las frustradas luchas sociales tal como se aprecia en las revistas Verbum, Espuela de Plata y Orígenes.
Tales búsquedas de cubanía bajo conceptos formalistas diferentes a las utopías emancipatorias proclamadas anteriormente por la revista Avance desde 1927 fueron sintetizadas por Amelia al emplear la floresta y las frutas tropicales enmarcadas por columnatas, vitrales, rejas, que se fragmentan en múltiples planos muy propio del cubismo unido por líneas negras continuas que evocan la sensual calidez de nuestro acervo. La estructura de sus cuadros parte de una composición envolvente de ritmo concéntrico donde el color y la forma se ensamblan armoniosamente. El empleo reiterado de los azules, verdes, amarillos, rojos… quizás provengan de esa primera juventud imbricada al entorno revelado desde la pintoresca casa roja en que vivió. La planimetría de sus composiciones que tienden a la estilización de objetos y figuras formulan la búsqueda de lo esencial de las formas, de allí ese coqueteo con lo decorativo visceral desde posturas barrocas.
Su reconocimiento nacional e internacional como pintora y posteriormente como ceramista y muralista radicó en ofrecer otra visión del quehacer plástico cubano desde la óptica de nuestra idiosincrasia saturada de intensa luz, línea abigarrada, fuerte colorido e inmanencia sensual. Amelia es definitivamente la artista universal inmersa en nuestro ser espirituano y nacional.
Asi lo creo, tuve el privilegio de conocer en su casa y ella mostrarme el inmenso patrimonio cultural que pose Ian en aquel entonces en la casa de Santos Suarez la
doctora Carmen Pelaez, fue u honor para mi escucha tan distinguida personalidad aun la recuerdo.
El motivo de mi visita fue debido a una telita de Amelia que aun poseo , que por aquel entonces habia hecho deposito en la galerias Victor Manuel y posteriormente la trasladaron para la Acadia.
Su nombre y sus conocimientos trasmitidos permanecen en mis a punts.