La fiesta de Brasil terminó como solo podía hacerlo: con un carnaval en medio del templo del Maracaná. No hubiese sido Río de Janeiro, donde, se dice, se baila la mejor samba del mundo
Terminaron los Juegos del desafío en un país que a punto estuvo de no celebrarlos. Por su crisis política, la amenaza del zica y otros virus previos. Pero al final la ciudad maravillosa pudo cumplir su reto.
Para coronar la excelencia llegó el oro del fútbol. Brasil entonces entró en delirium tremens para reivindicar en una tarde todos sus deslices. Que fuera en el santuario del Maracaná y su estrella Neymar el autor del gol de remate en tanda de penales ya era demasiado como para no rendirse a una fiesta nacional, que vino a ser la clausura de los Juegos mucho antes de celebrar, entre lluvias, la ceremonia final.
A fuerza de puños Cuba selló sus pasos en Río de Janeiro. Como el símbolo del país que defienden, dos boxeadores hicieron resonar dos veces el Himno Nacional. Así la isla caminó hasta el lugar 18 del medallero en una batalla épica que esta vez repartió mejor sus preseas entre las 206 naciones participantes.
Sesenta naciones probaron el sabor del oro, algunas de ellas por primera vez y solo 87 accedieron al medallero en una fiesta donde los cerca de once mil deportistas fueron protagonistas. La mayoría regresó a sus países sin la sonrisa de una presea. Mas, todos por igual hicieron posible la fiesta con el sudor de cuatro años para dejar el alma en un instante. Unos festejaron la gloria, otros la hicieron posible.
Cuba logró lo alcanzable en una competencia de lujo. Como otras, cerró con menos medallas que en Londres, pero repitió los títulos de entonces. Como todos, tuvo campeones olímpicos y mundiales destronados en señal de que la tierra deportiva se mueve cada cuatro años. Para recordarnos también que la realidad supera con creces cualquier pronóstico y cualquier triunfalismo.
La fiesta del Olimpo se vivió con intensidad más allá de Ipanema, el Cristo del Corcobado, las playas de Copacabana y la majestuosidad del Maracaná. El mayor espectáculo deportivo del mundo se desdobló como el opio que arrastra multitudes dentro y fuera de Brasil. Se vivió en los escenarios competitivos, en las redes y en los hogares donde llega la imagen de la tele.
Y tras la resaca que suele quedar después de un espectáculo trepidante, queda la imagen del sufrimiento que se convirtió en aliado recurrente, la adrenalina compartida con los protagonistas en cada escenario, las lágrimas que corrieron igual a kilómetros de distancia y el aplauso como un graderío que desgaja sus bullicios.
Río valió la pena aunque nos dejara en vilo muchas horas sin advertir que corrimos con el largo aliento de los africanos, golpeamos con los puños de los cubanos, deliramos con las brazadas de Phel o zancadas del sobrehumano Bolt; o bailamos samba, son con el inmutable Mijaín, que es el Bolt conque contamos para deleitarnos también con un ídolo.
No todo fue sonrisa para Cuba y tiempo habrá para hablar de las manchas, sobre todo las del atletismo, la decepción de la armada antillana.
De momento demos gracias a este opio que cada cuatro veranos llega para detener las manecillas del mundo y hacerlas girar solo cuando se apague el pebetero como ahora cuando ya Tokío se anuncia como el próximo epicentro del universo.
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