Academia y tradición oral ofrecen versiones distintas sobre el toponímico de uno de los munipios espirituanos
Según una tradición local, Taguasco debe su nombre a una planta que los aborígenes llamaban tagua y que hoy conocemos por palma de corojo. Sin embargo, en el segundo tomo de su libro Las lenguas indígenas de América y el español de Cuba, publicado en 1993 por la Editorial Academia, el reconocido lingüista cubano Sergio Valdés Bernal ofrece una versión distinta. Dice que tagua es nombre de un árbol silvestre cuya madera se parece al ébano y que también es conocido como tagua-tagua.
Pero a seguidas incurre en una contradicción. Afirma que Juan Tomás Roig, eminente botánico cubano, diferencia la tagua de la tagua-tagua. O sea, no se trata de un solo árbol, sino de dos. El primero, Barrigtonia speciosa, es planta exótica originaria de la India; el segundo, Diospyros caribaea, árbol común en los bosques de Guantánamo, Bayamo y Jiguaní. Aclaremos que la cita de Valdés Bernal es también inexacta; Roig no indica el nombre científico Diospyros caribaea, sino Maba caribaea.
Pasemos por alto las discordancias, y digamos que el árbol descrito como originario de la India no merece mayor atención: el nombre de Taguasco se registra desde el siglo XVI, una época donde eran prácticamente nulos los intercambios entre América y Asia. En cuanto al segundo caso; efectivamente, Roig recoge dicha planta en su Diccionario botánico de nombres vulgares cubanos, edición ampliada y corregida (1965), y también restringe su hábitat a la región oriental de Cuba.
Pareciera entonces que ninguno de los dos árboles clasifica como candidato en la conformación del topónimo Taguasco; pero veamos otras incongruencias aparecidas en la nota de Valdés Bernal. A pesar de que la planta solo parece abundar en el extremo este de Cuba, concluye que tagua es voz aruaca insular, en tanto de esa lengua se registran dos topónimos: Taguasco y Taguayabón. Con esto no solo ignora que ambos poblados se asientan en la región central del país, sino también otros topónimos de igual raíz que son propios del continente. Por ejemplo, en tres departamentos diferentes de Colombia —Magdalena, Antioquia y Putumayo— se registran asentamientos urbanos llamados La Tagua.
Por último, Valdés Bernal brevemente comenta lo que al respecto escriben varios autores; aquí llamaré la atención sobre dos de ellos. Explica que el eminente geógrafo cubano Esteban Pichardo (1875) no hace diferencia alguna de las dos especies, pues registra que tagua es lo mismo que tagua-tagua. Esto es cierto, pero el académico no parece haber leído con atención. Al final de la nota, recogida en el Diccionario provincial casi razonado de vozes y frases cubanas, Pichardo acota textualmente: “En Nueva-Granada hay otro árbol llamado Tagua”. (Aclaremos que Nueva Granada es el nombre colonial que se le daba a Colombia.)
Pero continuemos con otro de los textos que también refiere haber consultado: Lexicografía antillana (1931), de Alfredo Zayas y Alfonso. Y aquí resulta que tampoco le parece oportuno considerar otro importante dato. Dice Zayas: “Tagua. —Árbol de la América del Sur, llamado también Marfil Vegetal”.
Finalmente indiquemos que si bien el Diccionario de la Real Academia Española no consigna el origen de la palabra tagua, apunta, en cambio, lo siguiente: “|| 2. Col. Palmera de tallo muy corto y corona muy frondosa, que produce unas semillas cuyo endospermo, muy duro, es el marfil vegetal, que se emplea para hacer botones, dijes, etc. || 3. Col y Ecuad. Semilla de esta palmera”.
O sea, que en realidad hay un tercer árbol de nombre tagua, y este es originario de Colombia. Más aún, no se trata de un árbol cualquiera, sino de uno muy famoso, pues de sus semillas se fabrican apreciados objetos ornamentales semejantes al marfil. Hablamos de la Phytelephas macrocarpa: palma perteneciente a la familia de las arecáceas, y, por tanto, pariente cercano de nuestro criollo corojo (Acrocomia crispa).
Pareciera entonces que la tradición está más enterada que la Academia; aunque, con total justeza, el lector pudiera decir: “De acuerdo, pero todavía usted no prueba que nuestros aborígenes llamaran tagua a la palma de corojo”.
Y, ciertamente, por acá ese nombre se ha perdido, pero nos quedan algunos datos por ofrecer, y con ellos podemos probar al menos cuatro cosas. Primero, que la palma de corojo es árbol que abunda en la zona de Taguasco.
Segundo, de la semilla de corojo nuestros aborígenes también fabricaban anillos, pendientes y abalorios; una tradición aún viva en el siglo XIX según relata en sus crónicas el escritor cubano Anselmo Suárez y Romero.
Tercero, que los primeros habitantes de Cuba llamaban taguagua a estos aretes o pendientes, de acuerdo con lo recogido por fray Bartolomé de las Casas en sus Crónicas de Indias.
Y cuarto, y lo más importante, en Colombia la semilla de la tagua también se conoce por el nombre de corojo o corozo: dos palabras que para Rafael María Merchán —escritor cubano del siglo XIX— significan lo mismo, y cuya variación ortográfica es explicada por Esteban Pichardo en el antes mencionado Diccionario provincial casi razonado de vozes y frases cubanas.
Refiere Pichardo que para los primeros cronistas la X hacía por J, y por S y Z. Escribían corox o coroxo, “y de aquí corojo o corojal según acá se dice; coroso o corosal, en Costafirme” (Costa Firme, o Tierra Firme era el nombre que, en tiempos coloniales, recibían los territorios septentrionales de América del Sur).
En fin, no solo podemos ver cómo las numerosas incongruencias y omisiones presentes en el estudio del académico Sergio Valdés Bernal consiguen resentir su cientificidad, sino también cómo el relato legado por la tradición taguasquense se yergue, al parecer, sobre bases científicas muy sólidas. Vaya paradoja del conocimiento.
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