La mayoría de los poemas de Crucelia tienen esa síntesis ganada a fuerza de extraer lo fundamental de la experiencia
Tengo por convicción que la sencillez alcanzada por un poeta es la dificultad mayor a la que se enfrenta su poesía. Íntimo fulgor, libro conmemorativo de Crucelia Hernández Hernández, se sitúa en el espacio emancipado de esa la liberación que se alcanza cuando la sencillez ha cumplido el ciclo vital del conocimiento y arriba al sitio de grandeza del espíritu, pero, ante todo, al sitio donde el ser humano vive dentro de su generosa y transparente integridad.
No es menos cierto que cuando me enfrenté a los poemas de este libro reviví las lecturas de esas obras tenidas como canon para cualquiera que se acerque al conocimiento oriental, textos como los Vedas, los Upanishads, el I Ching. La razón es la siguiente: en cada uno de los poemas, Crucelia Hernández Hernández es espiritualidad.
Por otra parte, me llama la atención que la mayoría de los poemas tengan esa síntesis ganada a fuerza de extraer lo fundamental de la experiencia. Todo lo contrario a la retórica y a las operaciones lingüísticas de moda, hay una continua búsqueda del ser otro, de la presencia otra que se ha ido, de ese sujeto ausente que yace en la visible invisibilidad, pero que la poetisa no ha dejado de buscar y, en más de un poema, contabiliza como un bello momento del ser que se identifica con la espera.
Desde mi perspectiva, esa es la ganancia mayor, el gran momento de su poesía: la identificación con la paz integradora, la comunión incansable con la espera. Así lo demuestra un bello poema deliberadamente de concepción minimalista titulado Las horas de soñar, y reza: Dile al que vino a despertarme/ que la noche pasó inadvertida./ Las horas son testigos de todas las vigilias./ Las horas de soñar/ me despertaron.
Desde la unidad interna de lo onírico y del tiempo pareciera que la poetisa nos hablara desde todas las épocas. Cabe entonces apuntar lo siguiente: cuando se ha llegado a esa concepción, lo demás se vuelve liberación integradora, ofrecimiento pausado, no intempestivo, no traumático, sino sensual, digno, íntimo.
Años hace que, desde mi primer encuentro con la poesía de Crucelia Hernández Hernández, preví una fascinación, pero el desconocimiento, primeramente, en materia de poesía, y mi juventud, en segundo, posibilitaron que no entendiera qué sustentaba el espacio interior de una autora como la que se presentaba en ese instante con unos versos a la medida del tiempo y de la sensualidad de una voz tan ecuánime y espiritual.
El hecho de que no me enviara a casa, después de ordenarme lo que muchos poetas con cierta edad y lecturas hacen, o sea, decirles a los más jóvenes: “Léase a los clásicos”, me permitió reconocer que no estaba delante de una persona creída, sino de alguien con una comprensión impropia para estos tiempos. Con los años, de regreso a su poesía, me he convencido de que, por suerte, ella no es un clásico. Lo digo con la severidad de quien ha leído a no pocos y, para colmo, a muchos ha desechado. Sirvan los versos del poema Calla como punto de encuentro con el futuro lector que podrá tener en sus mano a toda una sensibilidad convertida en poesía: Nuestros pasos son el motivo./ El tiempo calla./ La noche no es la muerte;/ es la sombra, abrigo./ En la tristeza están los recuerdos./ La obra de Dios tiene sus términos.
Reseña de Oscar G. Otazo, escritor
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