-Se murió Fidel- me espetó mi madre al amanecer del sábado aún con la sorpresa rondándole las palabras.
-¿Qué Fidel?- pregunté intentando adivinar qué conocido sería.
-Fidel Castro- respondió.
Enmudecí de incredulidad, quizás porque inconscientemente desde siempre supuse a Fidel inmortal. Y pensé en mi abuela, no porque a sus 97 años le alcance la lucidez para saber de su muerte, sino porque ella toda una vida ha sido tan fidelista como revolucionaria –y eso es mucho decir-.
Meses atrás cuando la mente comenzó a nublársele aún tuvo la sensatez de pedirle a mi madre: “No saques nunca ese retrato de la sala”, le dijo parada frente al cuadro que durante tantos años ha mostrado a un Fidel caminando al lado del Che. Jamás le pregunté cómo llegó a sus manos, pero yo lo conocí por esa foto, primero; y luego por las evocaciones de ella.
Desde entonces lo supe guerrillero, comandante, invencible… Así me lo figuraba mi abuela en aquellas tardes de charlas sentadas en el portal de la casa mientras ella me contaba de cuando aquel vecino le confirmó que la Revolución había triunfado y que Fidel venía en la caravana por toda Cuba. O de los días de Girón que la hicieron salir para la casa de la vecina con el credo en la boca a aferrarse a las noticias salidas del único radio del vecindario. Lo lloró de alegría al saberlo vivo.
“A Fidel no le va a pasar nada nunca”, me recalcaba siempre. “Escríbelo, que un viejito me dijo a mí que un día sentado en la cabecera de la mesa de su casa, mientras miraba el campo de cañas él vio alzarse la bandera cubana por encima de las del resto de las naciones y me lo aseguró: Celia, Fidel va a triunfar en todo”.
Y no fue solo puro misticismo. Acaso por eso ella no se intranquilizó ni cuando Fidel anunciaba el cese de sus funciones como presidente. Entonces no amanecimos en mi casa sentados frente al televisor para escuchar de punta a cabo cada uno de sus discursos –aunque a veces yo protestara si era en horario de los muñes-; desde ese día mi abuela empezó a recortar una a una sus Reflexiones.
Dejé de verlo yo también, porque prefería seguirlo imaginando enfundado de verde olivo a mirarlo envejecer. Pese a las arrugas, mi Fidel –el de mi abuela- seguía siendo el hombre esbelto y de barba espesa, capaz de estremecer al mundo con la fuerza de sus palabras.
Mas, lo sabíamos allí, escribiendo incansablemente, luciendo el mono deportivo que sustituyó el traje de Comandante, recibiendo personalidades de todo el mundo como de vez en vez lo mostraban las fotografías. Y nos acostumbramos a ese Fidel omnipresente.
“Ves, son rumores. Fidel está vivo”, decía mi abuela cada vez que una ausencia prolongada de las cámaras intentaba presagiar su deceso, pues ella esperó noticias suyas siempre.
A estas alturas puede que mi abuela no sepa –o quizás ya no recuerde- que Fidel murió; mejor así, hay dolores demasiado hondos para sobrellevarlos a los 97 años.
Prefiero que se quede con la gratitud: “Si Fidel no existiera ni tú hubieses podido estudiar. Mira que de mis hijos solo tu mamá pudo hacerlo y eso porque triunfó la Revolución, si no hubiéramos seguido viviendo como gusano en palo podrido”, repetía.
Ahora que las imágenes muestran un luto sobrecogedor y el retrato de un Fidel de pie con la mochila al hombro, como quien vuelve a emprender viaje, vuelvo a pensar en mi abuela. De seguro su tributo sería el de evocarlo todos los días como el guerrillero invencible de sus recuerdos. Y yo en este instante que el corazón anda a media asta, solo lamento que mi Lauren no lo conocerá siquiera por las remembranzas de mi abuela, pero habrá de hacerlo por la foto que de seguro seguirá colgando en la pared de la sala de mi casa.
Fidel te seguire amando
Hasta la Victoria Siempre , que tu ejemplo perdure para siempre.
Con profundo dolor recibimos y seguimos las noticias de la «muerte» del Comandante Invicto. Nunca ha estado nadie tan vivo, y recuerdo en estos momentos al poeta José María Memet cuando en su poema La misión de un hombre nos dice: «… que el cadáver echóse a andar.» Por esa razón lo veo vivo y lo siento presente.