Con el alma desgarrada saludemos sus cenizas y con esa fuerza que caracteriza a los cubanos le diremos: Hasta siempre, Fidel
Para nadie es un secreto que los años 90 en nuestro país fueron tristes, complicados e inolvidables. De generación en generación las historias de supervivencia son contadas como hazañas valerosas de héroes tan comunes como los padres, abuelos y hasta vecinos.
“Todo cambió de repente”, “muchos no resistieron” dicen hoy en la distancia, como algo que no se veía venir. Lo cierto es que hubo un hombre que habló una vez a su pueblo sobre la posibilidad de que la Unión Soviética desapareciera, y de la resistencia y fortaleza del pueblo cubano si llegara a ocurrir, como un padre que avisa a sus hijos sobre tiempos difíciles.
Yo nací en 1991, en el llamado Período Especial, que lo fue en cierta manera, pues constituyó una prueba de fuego para miles de cubanas y cubanos que, como mis padres, necesitaban alimentar a sus hijos. Yo era apenas una infante y no sabía lo que ocurría a mi alrededor, pero me cuentan que los ánimos de este pueblo luchador tocaron fondo. Sólo un hombre lograba levantar el espíritu de una Cuba desolada por la necesidad y el hambre. El mismo hombre que una vez cambió la comodidad económica de su carrera como abogado, por balas, insomnio, compromiso y un brazalete bicolor. El que prefirió lanzarse a las calles y exponer su vida por lo que creía justo, antes de esconderse y esperar que pasara algún milagro, sin saber que el milagro era él.
Ésa etapa sí la viví. Por seis años mi imaginación fue escenario de grandes batallas, mortales encuentros y furiosas balas que me despertaban sobresaltada, con la cara pegada a los libros. Era entonces estudiante de la carrera de Historia en la Universidad de Cienfuegos. Una más de ese ejército de jóvenes que sueña con prosperar en la vida, para orgullo de sus madres. Una de tantos que, guiados por un gigante de largos brazos, nos desvelábamos intentando descubrir los misterios de las grandes civilizaciones y así entender mejor la realidad de nuestro mundo. O cerrábamos los ojos para no ver la crueldad de la Guerra Fría, los campos de concentración en la vieja Alemania, el poderoso muro de Berlín, las bombas atómicas, o la explosión de un avión en pleno vuelo.
Sólo él tenía la capacidad de levantar la mano y que millones de cubanos contuvieran la respiración, esperando esa frase alentadora que venía detrás. No cambió de traje; con su armadura verde olivo se paseaba por el mundo. Dejó el fusil de la Sierra Maestra para con un machete cortar aquella caña, para jugar al beisbol como todo un profesional o sumergirse en las cálidas aguas de nuestra isla y descubrir sus profundos secretos. Siempre lo vi sonriente, solidario y vanguardista, previsor de un futuro, como místico oráculo que augura el destino. Arriesgado, realista y decidido.
Conocedor de los números, las artes y el medio ambiente, porque contaba con el don de la pregunta. Inquieto conocedor en su búsqueda constante de información. Lector insaciable y orador apasionado. Y guía de millones de cubanos, niños, maestros, ancianos, científicos; todo un pueblo marchando a su lado.
Lo vi muchas veces, en los libros, en la escuela, en mi casa siempre que prendo la luz. A veces me levanto repitiendo algún fragmento de canción donde lo mencionan. Otras, intento recordar exactamente todo el poema de Carilda Oliver, o sonrío con la ya célebre frase: “Llegó el Comandante y mandó a parar”. Soy cubana e historiadora, su presencia en mi vida es algo imborrable. Afortunados aquellos que lograron estrechar su mano o posar un nervioso y furtivo beso en su mejilla. Pero más aún, los que como yo, tuvimos la dicha de nacer en este siglo y poder cuidar de nuestra isla, la mejor obra social que pudo iniciar. El mayor patrimonio que tenemos es nuestra historia, con sus luces y sus sombras, pero nuestra. Seamos los conservadores de ese legado de amor, amistad y humanismo. Hoy más que nunca, cuando este enérgico pueblo llora su pérdida, no decimos adiós. Con el alma desgarrada saludemos sus cenizas y con esa fuerza que caracteriza a los cubanos le diremos: Hasta siempre, Fidel.
Sencillamente preciosa, Laurita. Las ideas brotan como manantiales cuando expresan un sentimiento puro y sincero como el tuyo. Gracias.
Bella crónica, Laura, no imaginé que de uno de nuestros hijos saliera alguien con tan afilada pluma sin haber estudiado el periodismo. De nuevo lo prueba la vida: la vocación es sentir, más que estudiar algo. Patriota, sensible y apasionada; optimista, agradecida y humana, así, como tú, deberían ser todos nuestros jóvenes. Gracias por sumarte al equipo de Escambray.