Mi mano derecha fue a encontrarse tímidamente con su derecha, también; aunque, a no dudar, los dos viéramos el mundo desde la izquierda. Antes, el locutor había anunciado a viva y feriada voz en medio de una de las salas del habanero Palacio de Convenciones: “Periódico Escambray, Gran Premio Acumulativo del II Festival Nacional de la Prensa Escrita”.
Intenté esconder la turbación, mostrarme el tipo más sobrio de la tierra. Solo lo intenté. Por encima de la ropa —de la camisa a rayas, estrenada para la ocasión— se advertían claro, clarísimo, mis deseos de saltar, de correr en ese instante.
La ola de aplausos de los colegas venidos de Cuba me arrastraba hacia la presidencia, hasta que tuve delante al más insurgente de todos nosotros, que lucía sobre sus hombros los rombos negros y rojos, con la estrella al centro, custodiados por las ramas de olivo, bordados por las sensibles manos de Dinorah.
—¡Vamos bien! ¡Vamos bien!, me dijo, mientras sentí su mano suave, de caballero, sin aspavientos de poder.
—Vea en este premio, el premio de todos los periódicos provinciales.
—Me alegro mucho, comentó y luego estampó su firma alargada en el diploma, fechado el 5 de noviembre del 2000.
Dieciséis años después, vuelvo a sentir la calidez de aquellas manos largas, ideales para el guitarrista, que nunca permanecían calladas. Solo de mirarlas, se podía adivinar si su palabra era llama o remanso en ese segundo de su vida.
Cuando desde la tribuna sajaba el viento con el dedo índice, su verbo era huracán; cuando sin prisa colocaba las manos sobre el podio, amainaba la tormenta y una lluvia de argumentos envolvía al auditorio; cuando sentado, ponía a descansar su mentón sobre la derecha, que jugueteaba con la barba, escuchaba con sapiencia, pero el interlocutor debía alistarse para una pregunta inesperada.
Maestro, a fin de cuentas, sabía decir con las manos, quizás, verdadero mapa de sus 90 años de existencia. Cautivas las tenía al entrar al santiaguero Palacio de Justicia en septiembre de 1953; mas, logró liberarlas luego de rechinar las esposas ante un estupefacto tribunal, que lo juzgaría por los sucesos del Moncada; con esas manos escribió con zumo de limón La Historia me Absolverá en el Presidio Modelo; firmó las leyes que alumbraron la Revolución; hundió, delante las narices de su tanque de guerra, el buque Houston en costas de Playa Girón; disparó un rolling —candela pura, dicen—, frente al lanzador espirituano Modesto Verdura.
Con esas manos cobijó las de Alicia Alonso, mientras ella trataba de recordar la sonrisa del líder que las sombras en los ojos de la bailarina le ocultaban; arrulló a su esposa Dalia, y saludó a este simple guajiro de La Sierpe, quien, al conocer de su pérdida física el 25 de noviembre, apenas atinó a encenderle una vela, que titila aún en un lugar discreto y sagrado de mi casa.
Estelar, Ojito. Yo estaba en ese mismo auditorio y reparé más en sus palabras que en sus manos, que no alcancé a estrechar en vida, pero que no olvido jamás, porque las vi de cerca.
Las he tocado, eso sí, en sueños, como mismo me fundí en un abrazo con él. Allí seguiré viéndolo de tanto en tanto.