Quiso el destino que en abril de 1948, el entonces joven activista estudiantil cubano Fidel Castro se encontrara en Bogotá, Colombia, cuando estalló allí la revuelta popular conocida por El Bogotazo, en protesta por el asesinato a manos de un sicario, del líder liberal Jorge Eliécer Gaitán, casi seguro ganador de las próximas elecciones.
El fatídico 9 de abril, al mediodía, Fidel tenía concertada una entrevista con Gaitán, en la que pensaba explicarle los motivos de su presencia en Santa Fe de Bogotá y, a su vez, conocer por su interlocutor aspectos importantes sobre la realidad política colombiana. Pero ese encuentro lo frustró el plomo homicida.
Los tiros que cortaron la vida del prohombre liberal fueron los primeros de una guerra fratricida que, de inicio, en la explosión popular que le siguió, costó cerca de 3 000 vidas y la destrucción de barrios enteros de la ciudad capital y dieron paso a sucesivos alzamientos de liberales e izquierdistas en los campos del extenso país, en una lucha irregular que se extendió a lo largo de 68 años, y cuya solución definitiva se acaba de concretar en La Habana.
Pero, ¿qué objetivo tenía la presencia de Fidel en Bogotá? Como él mismo ha dicho, se encontraba allí inmerso en la organización de un congreso continental de estudiantes y con el objetivo de crear una Federación de Estudiantes Latinoamericanos.
El proyecto malogrado de congreso estudiantil coincidió por esos días con la creación en Bogotá de la luego tristemente célebre Organización de Estados Americanos (OEA), de manera que abril de 1948 fue el comienzo y el fin de una etapa importante de la historia de Colombia y América. Del Bogotazo y las represiones que le siguieron aprehendió el joven líder muchas lecciones que le sirvieron en su formación como revolucionario.
Entretanto, en Cuba se sucederían los acontecimentos, incluido el golpe de Estado batistiano del 10 de marzo de 1952, cuando se hizo evidente el triunfo del Partido Ortodoxo en las elecciones previstas para junio de ese año, donde el Partido Acción Unitaria del futuro dictador tenía nulas posibilidades de éxito.
Vendrían, en sucesión cronológica, el ataque al cuartel Moncada, la prisión fecunda, la expedición del Granma y la lucha en las montañas, que al cabo de 25 meses de guerra de guerrillas dio al traste con el régimen de Fulgencio Batista y abrió paso a la Revolución triunfante.
Cuba y su Revolución no podían estar al margen de lo que ocurría en Colombia, pues la coyuntura en este país la involucraba de distintas formas, dada la colaboración de sucesivos gobiernos oligárquicos, con las maquinaciones anticubanas de Estados Unidos, en la OEA y fuera de ella, de ahí que, por un proceso natural, se sintiera más próxima al movimiento guerrillero, al que expresó su solidaridad militante.
Sin embargo, la nación antillana no envió armas a las FARC ni a ningún otro movimiento armado en Colombia, y mantuvo como principio una posición definida en apoyo a la paz por la vía de las negociaciones, que más tarde los partidos en el poder en aquel complejo país se vieron obligados a reconocer públicamente.
Fue por intermedio de Cuba que el 29 de abril de 1980 culminó pacíficamente la toma de la embajada dominicana en Bogotá por el M-19, luego de 62 días de agónicas negociaciones —en una atmósfera propensa a terminar en un baño de sangre— con la llegada a La Habana de los 17 diplomáticos latinoamericanos plagiados y el comando guerrillero que los secuestró.
Y fue en La Habana, entre el 13 y el 22 de diciembre de 1999, donde se reunieron por primera vez fuera de Colombia el presidente Andrés Pastrana y su delegación de alto nivel, con representantes de las FARC-EP, lo que lo convenció de que tales tratativas debían efectuarse en un tercer país, libres de las presiones de la opinión pública, de factores políticos y de la prensa, que exigía una noticia fresca cada día, como ocurría dentro del territorio colombiano.
No fue casual entonces que en su libro La palabra bajo fuego, el expresidente Pastrana escribiera: “En lo que respecta a mi experiencia personal y de gobierno, tengo que reconocer que
—Castro— siempre obró con transparencia, sinceridad, lealtad y amistad hacia Colombia, y que jugó un papel fundamental y generoso en los esfuerzos de paz que adelantamos”.
De ahí que las negociaciones para la paz definitiva en Colombia tuvieran precisamente por sede la capital cubana, y que al firmarse oficialmente la terminación de esa guerra fratricida que dejó 260 mil muertos y millones de desplazados, corresponda a Cuba y a su líder histórico —junto a otras naciones y personalidades— el mérito indiscutible de haberle puesto fin a un conflicto que parecía infinito.
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