El “destierro” de José Martí en la otrora Isla de Pinos fue un período de especial trascendencia en la vida del Apóstol. Este 13 de octubre se cumplen 146 años de su llegada a El Abra
El muchacho mira sus pies. Los grilletes han dejado en ellos laceraciones ardientes, duras, que siente en lo hondo de su alma joven. Siente, siente como nunca porque le cuesta trabajo ver con toda la luz que el sol regala.
Sus ojos aún revelan el fuego que la cal de las canteras de San Lázaro le ha dejado como triste premio, solo por el hecho de amar a su Cuba, de quererla lejos de quienes le han cercenado la fortuna de la libertad.
Su cuerpo apenas se sostiene con algún ápice de fuerzas. Su salud es débil. Son las huellas que el presidio le regaló.
El carruaje se acerca a la finca; José María Sardá contempla con una mezcla de tristeza y paternidad al joven José Martí, que lleva en sí la marca de la crueldad del gobierno colonial.
La casa amplia, de dos plantas, con pocas y pequeñas ventanas, aguarda. En el ala lateral, el primer cuarto a la derecha, espera no por el prisionero; listo está para acoger a un huésped especial.
La mirada atenta y cálida de Trinidad Valdés, la curiosidad de la familia toda. Hasta las montañas de la Sierra de las Casas que custodian la finca y su residencia dan la bienvenida. El ayer no parece haber surcado el tiempo. Allí, a escasos tres kilómetros de Nueva Gerona, en Isla de la Juventud (otrora Isla de Pinos), la historia vive.
REFUGIO TIERNO
“José María Sardá y su familia no dejarían a Martí a la deriva; resultaron su suerte y dicha. Fue tan cálido y familiar el ambiente que le rodeó, que en apenas 65 días ya el jovenzuelo estaba muy recuperado de sus heridas, de su estado físico y prácticamente rehabilitado de su salud —comenta María Victoria Figueredo Couce, directora del Museo Finca El Abra, Monumento Nacional—. Y en ello, el mérito distintivo para Trinidad, la esposa de Sardá, quien le profiere cuidados especiales que matizados por cierta ternura maternal, aceleran las curas. Fue el más cálido e imprescindible de los refugios que en aquel momento necesitaba Martí”.
En la casona de El Abra, Martí sanaba el cuerpo y alimentaba el alma. Mantenía interesantes charlas educativas con los hijos de la casa, no dejaba de escribir y se convirtió en un excepcional ayudante de Sardá.
Como todos los deportados políticos relegados entonces a la Isla por diferentes motivos relacionados en la Guerra del 68, tenía la responsabilidad y obligación de presentarse al pase de lista todos los domingos a las 9 de la mañana en la plaza de la villa, ante los funcionarios de la colonia penal.
Así sucede hasta que el 18 de diciembre de 1870 el joven José Martí abandona la finca El Abra rumbo a La Habana, de donde después sería deportado a España.
¿Qué calificativos faltarán para con la familia Sardá, si de cuanto hicieron por José Martí se trata?, inquiero.
“Los Sardá prácticamente lo salvaron —explica María Victoria Figueredo—; pienso que siempre debemos acotar este detalle, imprescindible, cuando se hable o escriba sobre la juventud de Martí, que llegó a la Isla en muy malas condiciones físicas y con la salud muy mellada, como consecuencia del bestial castigo que sufrió en las canteras de San Lázaro.
“De no haber logrado José María el indulto de la condena a Martí por el confinamiento en la Isla, otras, y nada halagüeñas, hubiesen sido las realidades de aquel jovenzuelo que se convertiría después en el Apóstol, el Maestro, el guía espiritual de la generación del centenario con Fidel como líder y baluarte de la Revolución misma”.
Beatriz Gil Sardá, biznieta de José María Sardá, expresó en una oportunidad, con especial emoción, que cuanto hay en el hoy Museo Finca El Abra, que cuanta historia allí ilumina, hacen muy presente a Martí, y ese es un sano orgullo de la familia.
Para quienes llevamos muy dentro a nuestro Héroe Nacional, la finca El Abra será siempre un sitio sagrado para la historia de Cuba.
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