Juana Sible Conde, la mujer que vela por el espirituano parque conocido como de La Caridad, integra el prestigioso grupo de trabajadores de los Servicios Comunales que le cambiaron el rostro a la ciudad y pugnan por preservarlo
Se equivoca Internet con esa única alusión a ella entre los múltiples “resultados” que muestra cuando emprendo mi búsqueda en Escambray digital. Y encima se ufana de los 1 560 segundos empleados para confundirme. Debe ser porque su apellido, de ascendencia siria, por el padre, no fue mencionado en las varias ocasiones en que este medio de prensa ha hablado sobre mi entrevistada. Si en vez de Juana Sible Conde escribo Superabuela, como se le conoce popularmente, de nuevo la tecnología intenta enredarme. Mas, cualquier espirituano común sabrá a quién me refiero: a la anciana encorvada, peleona e incansable que a diario revolotea por el Parque de La Caridad de la ciudad del Yayabo.
En realidad, el nombre real del espacio público que traga todas sus energías desde hace casi siete años es Parque Antonio Maceo, mención en el Premio Nacional de Conservación y Restauración 2012. Fue a propósito de esa noticia que un colega la mencionó, aunque de pasada. Pero merece más que un párrafo esta mujer, cuya mirada repleta de amor se clava en la mía mientras declara: “Este parque es mi vida”.
Aunque suena absoluta en su afirmación, de ese modo define también —y lo sabré después— a sus cuatro nietos y cuatro biznietos. Su vida es, además, Fidel Castro, de quien especifica: “Ese es mi padre, yo se lo digo a cualquiera”. Y habla de los niños de la escuela cercana y de la vecindad, los mismos a quienes regaña si pisotean el césped o arrancan alguna ramita, que cuando la ven con el collarín o con la faja de rigor le dicen: “Abuelita, ¿qué te pasa?”. La artrosis, cuenta, la ha ido encorvando, al igual que las enormes fuerzas que realizó en la vida, principalmente cuando administraba bodegas y ganaba 75 pesos al mes.
“Pero siempre estaba en la caña, el tabaco, el tomate, de voluntaria los domingo o por 45 días, aunque cuando regresaba iba a la bodega para que los dos ‘viejitos’ que trabajaban allí no hicieran fuerzas y cargaba sacos repletos de productos. Ese fue mi primer trabajo a partir de 1967”. De ahí pasa al capítulo cuando ya no pudo hacer travesuras, porque se le presentó el parto del menor de los hijos a los seis meses, mientras vaciaba un tanque de petróleo. “Me salió enfermizo, hoy tiene 46 años, son seis los que tuve y quería 10. Me trasladaron a la peletería La Reina, luego trabajé en el Paraíso Infantil, La Principal…”.
“¿Está entrevistando a la vieja esa?”, indaga, en tono de jarana, un hombre que pasa mientras transcurre el diálogo. No será el único. Muchos curiosos observan, saludan, bromean. Y Juana, con evidente impaciencia, dirige su mirada hacia a un par de sujetos que, bicicletas en mano, conversan a escasos metros de nosotras. Le he preguntado qué hace durante tanto tiempo en aquel lugar, a contrapelo de las indicaciones de sus superiores, que preocupados por su salud la requieren por estar bajo el sol quemante en algunos de sus habituales menesteres: “Arranco yerbita, saco el churre de la tierra, pinto si hay que pintar, vigilo que los niños no se metan en los canteros, que las bicicletas de los mayores no transiten o permanezcan dentro del parque. Mire esas allí —apunta a los infractores—, el único que está autorizado es ese señor en la silla de ruedas y otros dos o tres discapacitados que vienen a diario. Solo permito las bicicletas infantiles, carriolas, maquinitas; cuido que no se caigan”, relata.
Nació en Sancti Spíritus el 28 de mayo de 1940. “En el jardín Clavel, así le decían, y nos mudamos al Reparto Escribano cuando allí había solo 14 casas. Permuté de Independencia, donde no tenía agua, a Santa Elena número 32 Altos; vengo a pie desde allá cada mañana. Traigo mis zapatos y mis medias ahí, me agarraron de improviso”, justifica las sandalias a la hora de las fotos. Entonces me explico sus observaciones sobre las plantas y las flores, que matizan la charla. Días atrás, cuenta, estuvo allí hasta pasadas las 11:00 p. m. sembrando majaguas junto a los hombres que las trajeron desde Fomento.
“La más grande la colocamos allá, para proteger a los barberos de la esquina, es un árbol perfumado. Me dijeron: ‘¿Ocuje o majagua?’. Y dije: majagua. Hay también cardenal, que muda la hoja y sale la flor roja, chiquitica; framboyán amarillo; está esa planta preciosa procedente de la Unión Soviética, olvidé su nombre. Esto es una belleza. Mira ese jazmín de montaña, ahí se hace un piso de flores muy lindo, hay que recogerlo porque tiene bichitos y es resbaladizo. Ahora estamos colocando lámparas nuevas; una grande, que es cuadrada y le dicen la Diabla, la pondremos en aquel lugar, donde los enamorados vienen a sentarse, pa’ evitar” (ríe).
Dicen que la velan para cometer indisciplinas, arrancar flores, tablillas de los bancos. ¿Ha sorprendido a alguien en eso?
“Yo cuidaba esto desde antes de que se remodelara el parque, estuve cuando lo dejaron en los cimientos. Los bancos son nuevos y algunos tienen tablillas repuestas. A uno le zafaron los tornillitos, pero no se lo pudieron llevar. No es fácil, pero yo no he visto a nadie hacerlo. Si veo a uno en algo así lo cojo con la guataca, con la pala, con lo que tenga”, resume.
También habla de Elio, el barrendero del lugar, a cuyas funciones a veces ella, inquieta por naturaleza, se adelanta. “Hoy estaba esperando a ver al delegado porque la soguita de la bandera se rompió y eso no me gusta que esté así. Sí, cómo no, me ayudan y me escuchan”, precisa. Se sintió siempre apoyada por su esposo, que también trabajaba en Comercio y a quien perdió en el 2015. Días después falleció la madre, con 104 años. “Yo estoy esperando pa’ los 120. La gente me ve con este espíritu y me dice: ‘Bueno, que sigas así’; nadie me ve sentarme”, declara sin asomo de presunción.
Usted está siempre aquí, ¿se alimenta bien, se cuida?
“No ando pensando en pastillas, aunque cuando cojo un disgusto a veces me sube la presión. De aquí no me muevo, velando a los muchachos; el otro día me fui bien tarde, pero por los borrachos. También cumplo con muchas personas ahí en la funeraria. Mi hija me trae el almuerzo todos los días. Ellos se ocupan y están siempre pendientes de mí”.
Obvia, seguramente por considerarlo agua pasada, su condición de ganadora de emulaciones provinciales de los CDR, los maratones deportivos que la mostraron en las pantallas de los televisores y otras razones que la convirtieron en noticia. Pero no obvia el carnaval: “Es una tradición, de niña mi padre siempre se disfrazaba de indio y a mí, de indiecita; años atrás me disfracé de abuela del Yayabo, también de Juana Bacallao. Bailé en la carroza de la Emprova el año pasado. ¿Pena? no, ¡qué va!; este año el disfraz será de agricultora”.
¿Qué le parece lo de la sede del acto nacional del 26 de Julio aquí?
“Creo que nos lo ganamos. Yo no he ido a la caña por, mire (apunta a su espalda), esto, si no me hubiera ido ya. Estando en el organopónico gigante Celia Sánchez Manduley también iba a la caña, no me perdía un Domingo Rojo, jamás. Na’ ma’ que por nuestro Che Guevara, siempre. Al Che Guevara y a Camilo los admiro mucho. Y Fidel, ya le dije. Hombre como él no hay otro. No hace mucho les dije a algunos: está vivito e hizo una Reflexión sobre la visita de Obama que le ronca. Yo siempre estoy atrás de los periódicos. A mí me han ayudado mucho, sobre todo con una hija enferma de los nervios que vive conmigo; no hay Revolución como esta. Hay gente que dice: ‘Yo soy fidelista’. No, yo soy fidelista, comunista y revolucionaria”.
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