Me fui a la esquina, junto a los muchachos que se habían agolpado allí, por decisión propia, enarbolando las banderas cubana y de la FEU
(Por: Ariadna Silva Arocha)
En mi cartel, la imagen del Comandante a la luz del Maestro estaba siendo salpicada por las lloviznas que amenazaban con convertirse en aguacero.
Mi hija, de 10 años, me había pedido una foto bien grande de Fidel y la sostenía con mano segura; la estrella solitaria de la bandera de Leandro, resplandecía como escudo en su pecho de joven revolucionario, la imagen de Fidel como joven rebelde en el pulóver del Presidente de la FEU y las palabras que se leían en su espalda, aseguraban la continuidad histórica de nuestro proceso: “Una Revolución solo es posible si los estudiantes como parte de ella no solo la acompañan, sino y sobre todo si la protagonizan”.
Hasta esa esquina llegaron también los padres de mi alumno Yoel que habían venido desde Trinidad a despedirse. Su abuela, lloraba en silencio…
Con devoción sin igual enarbolábamos consignas revolucionarias dirigidas por las enérgicas voces de Lázaro y Jorgito, quienes todavía no se habían quedado sin palabras. Una radio nos anunciaba que se acercaba el momento; a mi lado, Patricia amenazaba con desmoronarse. Todos estábamos nerviosos cuando por fin los gritos de los estudiantes de Medicina que se encontraban a lo largo de la Avenida de los Mártires, más firmes y fuertes que nunca, nos anunciaron que ya se acercaba la caravana.
Primero, nos unimos al clamor de todo el pueblo “Fidel, Fidel…” y a seguidas nos dimos cuenta de que las lágrimas salían sin cesar, que la voz se nos rompía en pedazos, hicimos todo el esfuerzo por no callar. Solo silencio al escuchar el inicio de las notas del Himno Nacional, nunca entonado con tanto patriotismo. La grabación del momento en que Fidel habló al pueblo espirituano desde la hoy Biblioteca Provincial Rubén Martínez Villena fue la despedida a la caravana con los restos del eterno Comandante. Ya las lágrimas se habían convertido en sollozo, Frank y Daniel Alejandro escondían las suyas detrás de las gafas; Luis Ernesto, sumamente conmovido, reaccionó ante las palabras de la rectora Naima: A los muertos se les recuerda sin llanto, dijo parafraseando la canción que se escuchaba de fondo. Aunque a sus ojos, y los de Jose, no les cabía una lágrima más.
Entonces, todos unidos en una sola voz, una vez más patentizaron su compromiso: “Yo soy Fidel, yo soy Fidel”. Y como llamados por una señal mágica, se les iban uniendo voces y personas llorando: Geovany, que no había podido hablar para las cámaras cuando lo busqué temprano en la mañana, porque ni los espejuelos oscuros podían esconder su dolor; Kiara, conmovida y muy pálida me abrazaba sin palabras; todos, estudiantes y no, se acoplaron en un solo abrazo de hermanos que han perdido a un padre.
Las lágrimas representaron su compromiso, su compromiso de defender su legado, su compromiso de no olvidar la historia de la Patria, su compromiso de prepararse cada vez más para, donde sea, y de la manera que sea, salvaguardar las conquistas de la Revolución. Y lo estamparon en esa esquina, el lugar donde despedimos a Fidel.
Le quedó muy hermoso y, sobre todo, sentido, ese escrito a Ariadna. Su padre, poeta y veterinario, hombre sensible y de bien, habría estado orgullosa de la hija que ahora, con verdo firme y sin rebuscamientos, pero pleno de sentimientos cívicos, describe un pedazo del dolor con que todos, incluida su madre forjada al calor del Destacamento Pedagógico Manuel Ascunce Domenech, este 1ro de diciembre despedimos a Fidel en su paso hacia la aternidad.