No solo las propiedades, leyendas y mitos del trago que identifica a Trinidad hacen de la bebida un símbolo de la villa, sino también la peculiar vasija donde se sirve. Escambray se acerca a este capítulo, a ratos desconocido, de la mano de sus protagonistas
Hay que ver cómo muchos turistas pronuncian la palabra canchánchara. Los franceses le imprimen su estilo parisino, los alemanes pretenden que no suene demasiado brusco, los italianos le dan melodía a los sonidos… A casi todos se les confunden las letras, se quedan en blanco, colocan la fuerza de pronunciación donde les conviene (si la colocan); los más inteligentes mencionan la primera sílaba para que otro complete la palabra y salir airosos de la vergüenza.
Pese al nombre de trabalenguas, la estancia en Trinidad, insisten, no está completa sin probar el coctel. Y no lo dicen solo por el trago en sí, sino por la vasija de barro donde se degusta, hurtada no pocas veces a modo de souvenir.
“¿Quién nos iba a decir que un recipiente tan pequeño, sencillo… se convertiría en símbolo?”, cuestiona sorprendido el museólogo Víctor Echenagusía Peña, uno de los principales artífices del vaso.
Por aquellos días de la década del 80, la villa era un misterio en el vientre de Cuba. La condecoración de Patrimonio de la Humanidad era, cuanto más, un puerto lejano en el horizonte de las utopías; el influjo turístico, la idea privilegiada de los visionarios. “El proyecto surge desde el Museo de Arquitectura para trabajar la imagen de la ciudad a partir de los primeros proyectos de rehabilitación desde una visión holística. Trabajábamos, por supuesto, con la ilusión del expediente de cara a la Unesco, pero debía impulsarse la dimensión cultural, restaurar la calidad de vida y de servicios en el Centro Histórico”.
Entre los establecimientos inaugurados estuvo la cafetería bohemia en la calle Real del Jigüe en una de las viviendas más antiguas de la villa, con el propósito de “servir infusiones, café, té, agualoja… dirigida al gremio intelectual, en especial a los estudiantes de la Academia de Artes Plásticas, en plena efervescencia”.
La canchánchara, un trago que había sobrevivido gracias a la tradición oral, figuraba en el menú. Mas, semejante empeño acarreaba el diseño de las vasijas.
Basado en las historias de las güiras cimarronas donde los mambises bebían la mezcla de aguardiente con miel y cualquier cítrico, Echenagusía comenzó los bocetos, hoy perdidos para siempre. “A la hora de definir el material, nada mejor que la tradición alfarera, por lo autóctono y porque, a partir de un engobe interior, típico de aquí también, cumplíamos con los parámetros de Salud Pública”, afirma. Así, entraron al ruedo creativo las manos expertas de la estirpe Santander.
Bien lo recuerda Chichi, uno de los ceramistas más reconocidos del linaje. “Víctor y Teresita Angelbello llegaron con los dibujos. Diseño y realización fueron de conjunto. Al principio las piezas eran más largas, después más redondas; luego probamos con el engobe interior, el borde liso. Analizamos la estética, la funcionalidad… hasta dar con lo más cercano a lo perfecto”.
De cómo alcanzó la fama en un santiamén; de cómo el recipiente llegó a manos extranjeras y, sin previo aviso, empezó a exhibirse en ferias nacionales y foráneas… resultan cuestiones con que las que Trinidad ha aprendido a vivir desde entonces, algunas indescifrables todavía.
Lo cierto es que el cuenco con forma de barriga ha trasmutado, además, en una suerte de carta de presentación, en eventos de renombre. “De hecho, tengo un horno solo para hacer cancháncharas; es la pieza con mayor cantidad de encargos”, refiere Chichi.
Perteneciente a predios turísticos, el sitio homónimo constituye hoy día uno de los sitios más visitados en la localidad, al punto de contabilizar cerca de 150 tragos en un día, al decir de los cantineros. La apertura de bares y restaurantes privados ha difundido la presencia del coctel por suelo trinitario, aunque nada se compare con beberlo en la otrora vivienda propiedad de Nicolás Pablos Vélez.
Dicha expansión, sin embargo, siembra no pocos temores en los entendidos como Echenagusía, preocupado que “suceda lo mismo que con La Bodeguita del Medio o El Floridita: que están clonándose por todo el país, perjudicando la autenticidad. Cualquier artista tiene influencia de otro, pero de ahí a una copia burda hay mucho trecho. Debe procurarse que la persona de cualquier parte del mundo, si tiene ganas de tomarse una canchánchara con todas las de la ley, venga a Trinidad y, mientras la bebe en la vasija de barro, experimente una sensación irrepetible, capaz, incluso, de llevarlo a idear disímiles artimañas para llevarse el recipiente en su equipaje de regreso”.
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