Amo la provincia espirituana. Tal vez por eso la defiendo con ciega pasión en cada discusión universitaria en las que todos ponen sobre el tapete las dichas de sus terruños. A esas instancias no veo nada malo en mi Santilé. Hablo de las zafras azucareras, de la ascendente reanimación de los municipios y de sus Consejos Populares, de los colores devueltos a Sancti Spíritus y Trinidad, del Jesús María de ayer y el de hoy, de la Feria Delio Luna Echemendía, de las opciones recreativas y de esparcimiento que han ido tomando las ciudades, de la nueva Plaza Cultural, de la Gastronomía, de los favorables indicadores económicos y, en los últimos días, he hablado de los resultados favorables en el reordenamiento de la producción y comercialización de los productos agropecuarios. Hablo de más, de muchísimo más.
Me tildan de regionalista, de ciego. No saben que vivo en una provincia que dista bastante, en kilómetros, de lo que era años atrás. Un mágico pedazo de tierra que al centro de Cuba ha ido construyendo, con la iniciativa de sus dirigentes y el sacrificio de su pueblo, más de lo que pudiera esperarse de un territorio eminentemente agrícola.
Sé que hay cosas que pueden marchar mejor, pero en estos momentos prefiero guardarlas, tan solo por respeto y reconocimiento al sacrificio de los educadores espirituanos y su reputación en el país, por el empeño de cada médico yayabero en las comunidades del Escambray, por las húmedas mañanas de los cafetaleros, por el sudor de los constructores que guarda cada tramo del paseo, por los desvelos que esconde cada nuevo metro de asfalto y, por supuesto, modestia aparte, por cada premio que enarbolan los periodistas espirituanos, los experimentados y los más jóvenes.
Nací exactamente 10 años después de que Sancti Spíritus obtuviera, en 1986, la sede de las celebraciones centrales por la efeméride del Moncada. En las últimas semanas el tema fue el centro de cada conversación en casa, en las esquinas. Mi expectativa perdió fuerza cuando alguien especuló que el 26 no venía para Sancti Spíritus. Me sentí mal. A mis cortos 20 años sé apreciar cuánto avanza un pueblo y siempre creí a mi provincia acreedora de esa condición. La llamada de mi padre el sábado al mediodía me devolvió la sonrisa: “Sancti Spíritus está en 26”. Pregunté entonces sobre la conmemoración de 1986. Supe del madrugón de mi madre para estar en el acto, para cumplir su sueño de niña, el sueño de muchos niños de hoy de “ver de cerquita a Fidel”. Muchos de la generación de mi madre y mi padre puede que repitan en el acto 30 años después, tal vez no.
Lo que puedo asegurar es que muchos jóvenes espirituanos, tal como sus padres en el ya lejano julio de aquella vez, estaremos en la plaza para decirle a Serafín que la marcha sigue, que somos responsables también de lo que resta por hacer.
Esta semana puede generarse alguna discusión universitaria sobre las dichas de nuestras provincias y no tendré que hablar tanto para validar mis criterios. Pocas palabras lo resumen: Sancti Spíritus está en 26. O más jocosamente, como solemos hablar los jóvenes, parafraseando a Tomás Álvarez de los Ríos: “De nuevo se cagó el buey…”.
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