Inspirado en los montes de El Jíbaro, el pintor español se convirtió en uno de los pilares de la plástica espirituana
Mariano Tobeñas Mirabent apenas había cumplido 22 años cuando decidió abandonar en 1903 Calatayud, la ciudad zaragozana donde nació el 19 de junio de 1881. España mantenía entonces la prolongada guerra contra Marruecos luego de la pérdida de las colonias de Cuba, Puerto Rico y Filipinas. Contingentes de jóvenes reclutas españoles perdían la vida en una contienda de supervivencia colonial. Más de un amigo había caído en combate. El padre, Mariano, comandante del ejército español, casado en segundas nupcias, se había unido a una mujer hostil al hijo. No tuvo otra opción: embarcaría para la patria de la madre Rita, natural de Bayamo, luego de burlar los sistemas de vigilancia militar que prohibían a los jóvenes salir de España. La travesía del barco donde viene, asediado por la incertidumbre, llega a puerto habanero. Desembarca en una ciudad cosmopolita donde tantos inmigrantes buscan fortuna. Solo, sin nadie a quien acudir, permanece poco tiempo en La Habana, demasiado agresiva para su gusto.
El bullicio habanero contrastaba con la tranquilidad de su querida Calatayud. Siente nostalgia por el clima frío y grisáceo que dejó atrás; en Cuba el calor y la intensidad de la luz tropical lo azotan al principio. Pero su voluntad puesta a prueba en más de una circunstancia le da nuevos bríos. En su tierra había sido aprendiz de torero, estudiante de Pintura y había obtenido el título de Bachiller en Ciencias y Letras. Su estancia en la capital resulta breve y de indeseados recuerdos al trabajar en la Moderna Poesía, a la entrada de Obispo. Allí no gusta del trato despótico de sus dueños. De nuevo el viaje hacia lo desconocido. Llega a Tunas de Zaza por breve tiempo, donde trabaja como tenedor de libros hasta lograr una plaza de maestro en El Jíbaro, donde anclaría durante 20 años. El paisaje de la campiña jibareña lo atrapan definitivamente, la luz del trópico logra cautivarlo. De sus manos comienzan a surgir obras que recrean el ambiente rural. A partir de entonces combina el magisterio, que nunca abandonó, con la pintura de caballete. Su ojo se agudiza en cada pincelada, domina las múltiples variantes del verde, logra captar la majestuosidad de las palmas. En sus recorridos por la zona descubre infinidad de espacios íntimos modelados por la vegetación, el apacible deslizarse del río Jatibonico y la intensidad del azul celeste.
Cuando en 1923 llega a Sancti Spíritus trae consigo la maestría por el paisaje campestre. Sus vínculos con Oscar Fernández Morera y los pintores de la época incentivan aún más su creación. La casa de la calle Pérez Luna, donde residió hasta su muerte, se convertiría en un lugar de permanentes visitas de alumnos deseosos de repasar las Matemáticas o adquirir conocimientos de pintura. Su trato afable le granjearon la simpatía de los espirituanos y se ganó el prestigio como maestro. Fue un hombre vital, delgado, alto y enérgico. Gustaba el diálogo fácil que matizaba con sus experiencias zaragozanas.
En 1915, cuando Tobeñas conquistó el primer premio con medalla de oro por su obra Monte y sabana, se consagró como paisajista mayor espirituano. Aunque él cultivase también el retrato y los bodegones, su obra se consolidaría como la del paisajista rural por excelencia, de la misma forma que a su amigo, el pintor Oscar Fernández Morera, se le conociera como el modélico paisajista urbano. Ambos constituyen las dos columnas vertebrales sobre las que se fundó la tradición pictórica espirituana. Ellos lograron fijar como nadie de su época la campiña jibareña al estilo personal de Mariano Tobeñas y los rincones coloniales yayaberos al modo de Fernández Morera.
Ahora que se cumplieron 135 años del natalicio de Tobeñas; su obra desperdigada por distintas latitudes se mantiene como paradigma de un modo de hacer gracias a la intensidad amorosa de quien viera en El Jíbaro un lugar donde lograra, al fin, su realización como profesional y padre de nueve hijos. Murió el 2 junio de 1952. Sus restos mortales permanecen en el cementerio de la localidad sierpense por voluntad personal.
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