Cuando las aulas se abren a más de 70 600 alumnos de la Educación general, Sancti Spíritus, como toda Cuba, vive un septiembre con olor a nuevo, una realidad que no se logra en todas las partes de este mundo
En Sabana 3, lugar recóndito de Palma Soriano, en el oriente cubano, donde los trenes pasaban con sus lomos repletos de caña —única señal de civilización entre caminos y potreros polvorientos—, estuvo mi primera escuela. Allí, entre letras que nacieron en hojas en blanco y libros de lecturas, mi vieja maestra Miladys Valcárcel, me colocó de puntillas y me asomó al mundo.
—Hay que aprender todo lo bueno y crecer, decía con mesura.
La escuela de mis remembranzas, cada inicio de curso, se convertía en la noticia de la comarca. Guajiros de 6 kilómetros a la redonda traían a sus hijos y los veían formar en la pequeña plaza frente al busto de Martí. Aquellas imágenes de niños uniformados y rostros de lumbre quedaban un septiembre y otro en la memoria de muchos, sobre todo en la de mi abuelo Guarín Acosta, carretero y cortador de caña, quien, a fuerza de trabajo, supo la ciencia de la mocha y cómo devorar un plantón de solo un tajo.
Alguien me ha dicho que aquella escuela primaria aún existe, caprichosamente ha sobrevivido cuatro décadas para asistir, junto a toda Cuba, a otro inicio del curso escolar, cuando las aulas se abren a más de 70 600 alumnos de la Educación general en la provincia espirituana.
Duele que otra no sea la realidad en buena parte de este mundo, donde unos 18 millones de niños, en lo fundamental, de países subdesarrollados, no reciban educación básica.
Bien lejana de estas realidades y enhorabuena, Cuba y, en particular, Sancti Spíritus, viven un septiembre con olor a nuevo. Vuelve el bullicio en los pasillos, el colorido de los uniformes, las medias blancas purísimas, los maestros ajustándose los espejuelos, las tizas y sus partos de palabras en las pizarras. Todo vuelve, incluso, el olor a jazmín de los jardines de mi primera escuela.
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