Patrón de barco desde que tiene memoria, Oriol Estepe se atrevería a recorrer el litoral sur de Cuba con los ojos cerrados y hasta en mal tiempo
“Si te vas a meter al mar, lo que no puedes es tenerle miedo porque él se da cuenta y te manda un oleaje del copón”, me dice Oriol Estepe y le creo, camado como está de espanto en sus 74 años de recorrer la costa sur de Cuba “pa’rriba y pa’bajo” desde la Ciénaga de Zapata hasta las mismísimas aguas de Manzanillo.
Pero así, lobo de mar y todo, se las ha visto feas más de una vez, aunque sean sus propios consortes de tripulación los que casi lo obliguen a narrarme, con pelos y señales, la escaramuza con el bicho de 6 toneladas que estuvo a punto de tragárselo.
“Ah, verdad, el cuento del tiburón —reconoce cuando ya no le queda más remedio—. Sucede que esa tarde yo lo veo acercarse y me da por engancharlo con el arpón. Y quién te dice a ti que aquello hala, hala y hociquea, que si no llega a reventar la soga me vira el barco y me hubiera llevado con él, como se llevó tres cajas plásticas, 40 brazas de soga y hasta el arpón, uno bueno y nuevecito que todavía me está doliendo”.
¿Y ni entonces tuvo miedo?, le pregunto aún aterrorizada, no tanto por la historia que me cuenta sino por la escena que he comenzado a imaginarme: un hombre solo, fajado prácticamente a puñetazos con el escualo que lleva días bajeándolo, un monstruo que aparece de repente con una música de fondo que ya es un clásico.
Pero la vida real de Oriol Estepe no es una película de Steven Spielberg, ni el escarceo con el tiburón es para tanto. “Cuando uno tiene miedo, periodista, es peor”, me dice y vuelvo a creerle, porque si ha sobrevivido a marejadas de 5 metros, días de hambre en alta mar, tormentas fuera de pronósticos que lo dejan a la deriva; si ha sobrevivido a todo eso y aún le quedan ganas de echarse al agua, es que Oriol Estepe viene siendo un hueso duro de roer.
A simple vista no lo pareciera: un viejecito más, con el cuerpo ágil, la mirada aún pícara y el verbo salpimentado con piropos de pescador que no me dice a mí, pero pudiera, a juzgar por la fama de Don Juan que precede a los marineros y por la zalamería con que me invita a subir al bote.
“No se preocupe, muchachita, si cae al agua yo la rescato”, intenta tranquilizarme mientras brinco del muelle al interior del barco de 14 metros de eslora donde Oriol Estepe ha echado los últimos 15 años.
“Los últimos, no; los más recientes”, aclara, y el desenfado le alcanza para presentarme, uno por uno, a los hombres que él capitanea con más candor que autoridad: Leosvany Villa, maquinista; Alexis Baños, marinero; Alfredo Pérez, cocinero, y Marcos Simón, nevero.
Todos viven, como el propio Oriol, en Tunas de Zaza, un paraje casi al margen de la isla que el narrador cubano Onelio Jorge Cardoso calificó en 1955 como una lengua de tierra disputada al mar y que nunca ha sido lo que se dice un pueblo próspero.
Para los pescadores de Tunas de Zaza, sin embargo, el caserío no cumple más función en este mundo que la de guiar sus chalanes atiborrados de peces hacia la línea incierta de la costa y la de darles cobijo cuando necesitan pasar la resaca en tierra firme. Ya se lo habían advertido a Onelio hace 60 años: “Los buenos borrachos que se han dado en esa zona”.
No sé borrachos, pero locos sí deben estar para permanecer aferrados “como la rémora al tiburón” a un pedazo de Cuba tan vulnerable a los temporales que si no se inunda por las marejadas, se llena hasta la cintura cuando se desborda el río Zaza, el mayor del país y la “salación” de los tuneros.
Si algo han aprendido es a salir echando cuando el agua dice aquí estoy yo; luego el caserío se escurre y ellos regresan en medio de un tropelaje de cajas y maletines a solear las pertenencias entripadas y a seguir viviendo a la buena de Dios. Ya lo advierte Oriol: “Con el mar nos basta para no morirnos de hambre”.
Les basta y les sobra, a juzgar por los números que esboza para ilustrarme: él y sus colegas de navío ganan mensualmente de 100 a 200 pesos cubanos convertibles (CUC) y entre 400 y 600 en moneda nacional (MN). Y eso que su barco no es de los que pasan hasta 15 días exprimiendo a más no poder la plataforma, sino una embarcación menor a la que llaman “enviada” y cuya misión radica en salvarle la vida al resto de la flota.
Según la descripción de Oriol, la “enviada” viene siendo algo así como el mandadero del puerto: con la barriga llena de hielo y avituallamiento llega hasta cada buque de pesca, los abastece para que puedan seguir lanzando redes y regresa con las capturas. Una especie de lleva y trae.
“La gente del Ferrocemento 317, esos sí que ganan más —me cuenta mientras el barco de marras hace su entrada por la boca del embarcadero—. Ahí donde usted los ve llevaban 12 días en alta mar”.
Los que están en otra liga, según Oriol mismo asegura, son los langosteros, un término que en Tunas de Zaza se aplica tanto a los navíos que salen tras la especie, como a los hombres que, aguantando la respiración hasta el límite que permiten los pulmones, se sumergen para agarrar el crustáceo a mano limpia.
“Alrededor de 500 CUC gana al mes un cazador de langostas —explica Leosvany Villa, bastante enterado—, lo que pasa es que se lo sacan del lomo. Cuando levantan la veda, un buzo puede llegar a más de 100 inmersiones diarias a golpe de pulmón. Fíjese que todos se retiran todavía jóvenes porque les afecta la salud”.
Y a seguidas me enumera lo que él llama el ABC de la langosta: que solo puede pescarse cuando los animales terminan de reproducirse, entre junio y febrero; que hay que buscarla a partir de tres metros de profundidad, porque la que está en la superficie o es juvenil o no tiene la talla comercial, y, lo más preocupante: que la sobreexplotación y el cambio climático están acabando con ella.
“Es una lástima, porque una tonelada de langosta en el mercado internacional cuesta entre 22 000 y 26 000 dólares”, sostiene para rematar.
“Pero no se asuste —mete la cuchareta Oriol—, que todavía en Tunas hay bichos de esos pa’ rato. En la calle está a 100 pesos la libra; por la izquierda y en pesos cubanos, déjeme aclararle”.
Entonces es mucha la langosta de aquí que se vende en paladares, le digo como quien no quiere las cosas y él no me responde con palabras sino con un ligero encogimiento de hombros; un gesto a medio camino entre la ingenuidad y la pericia que no entiendo sino largo rato después, cuando me bajo del barco y el peje del litoral termina de sorprenderme: “No se llame a engaño, periodista, estar a la bartola por estos rumbos de Dios tampoco es tan malo como parece”.
Si lo dice Oriol Estepe después de haber sobrevivido a temporales, épocas de redes flacas y hasta la embestida de un tiburón; si lo dice el viejo lobo de mar lo mejor que hago es creerle.
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