Entre temblores, por el mal del Parkinson, Publio saluda con gesto militar. Fuera ya del sitio de homenaje en la sede del Comité Provincial del Partido, se desploma en brazos de su hijo.
Llega, no obstante, hasta el libro de firmas y a sus 84 años cumple un compromiso personal. “No podía faltarle a mi Comandante”, dice y las lágrimas ruedan por su impecable uniforme verde olivo.
El paso del tiempo no cierra los trazos que se antojan eternos. A la Plaza Serafín Sánchez no le caben las historias que durante dos días desbordaron sus espacios. Como la de Jorge Alejandro López, un niño de la escuela primaria Bernardo Arias, cuyo verbo le queda grande a sus 10 años: “Si no fuera por Fidel no tuviera este uniforme, no pudiera ir a la escuela y no tuviera tantos amigos. ¿Por qué firmé? Por todo eso”. O la de Rosmery Orozco, quien en su celular atrapa para la posteridad su momento. “Si no fuera por él, no estudiaría Medicina”, hija como es de un hogar de sencillos obreros.
Tal como lo hace en cada acto, Verónica trae a David en su silla de ruedas.” Si mi hijo está vivo y ha tenido maestra en su casa es gracias a Fidel por la dicha de ser cubano”. Mientras, la quinceañera Melisa Díaz, a quien solo logré ver hasta ahora de audífonos y modas de último grito, me deja plantada. “¿Viste cómo se nos murió Fidel?”, y relata la insistencia telefónica con su novio porque “él también tiene que venir a firmar”.
Sobre la alfombra roja se desgajan los gestos. Desde el saludo militar hasta los rezos más quedos. O las miradas íntimas o los besos tiernos, como los de aquella mujer que quiso romper el confinamiento eterno de su silla y se paró frente a él con una firmeza que conmueve al mismo tiempo que paraliza.
Con una pulcra bata de casa, Juana Vasco desafió los procederes del reposo y dijo sentirse aliviada de su reciente operación de vesícula: “Veía que se me estaba acabando el tiempo…, hace años vi a los terratenientes quemar muchas casas y sus dueños llorando en medio del camino”. Por razones similares, Bernarda Arias llega rígida con una pose más fuerte que sus dolencias de columna: “Mañana entro al salón, pero hoy tenía que venir”.
En derredor los pelos se ponen de punta. Hay un límite entre la razón, la conciencia y el deber cuyos hilos parecen imperceptibles. Sobre ellos caminan estas personas que saben exactamente las razones por las cuales firman. Los hilos no entienden de fronteras. “Me duele mucho la pérdida de nuestro Comandante, hizo muchos cambios en mi país, influyó en muchas vidas de las personas”, asienta con dolor el estudiante sudafricano de Ciencias Médicas que sostiene en su pecho dos banderas cubanas. Con la misma apropiación, el argentino Alejandro Marcelo, lamenta la “gran pérdida de nuestro Comandante, una muerte que nunca me la esperé, un hombre fuera de serie por sus ideales, el pensamiento”.
Las horas acaban, pero no las hileras de gente.
A las mejillas de Gema Díaz, una joven educadora, no le cabe un sonrojo más: “Es un deber como maestra, mujer y cubana”. Manuel Rivera Abella tragó como pudo la emoción mientras, en guardia de honor, custodiaba al Guerrillero: “Vengo por mí y por mis enfermos que en el Hospital Camilo Cienfuegos han pedido que les lleven a sus camas el libro de firmas”. Desde la limitación de sus ojos, Jairo Alberto Pacheco, no pudo “ver bien su rostro, pero sí lo dije desde el corazón. El impulsó junto a Orfilio Pélaez el programa de retinosis pigmentaria y gracias a eso algunos de los que la padecemos podemos seguir viendo”.
No importó llamarse Luis Félix, Amanda o Raquel. Por estos días se habló el lenguaje de los gestos. Como aquella muchacha rubia que llegó a saltos con una de sus piernas y la otra inmovilizada por un yeso, o la mujer que se paró de su eterna silla de ruedas frente a la imagen de Fidel para enviarle el beso que siempre quiso darle.
Unos supieron del aviso. Otros llamaron para saber dónde estar y cómo ir. Llegaron en muletas, con minervas, con la vida… y casi sin ella. Así lo cuenta Antonio Bernal, un cocinero del hotel Zaza a quien la imagen del Comandante le removió un infarto de tan solo 15 días. “Sentí un dolor muy fuerte en el pecho y me caí…, me llevaron en la ambulancia de urgencias al hospital, pero desde la camilla le dije a los médicos: solo denme las pastillas que tomo para esto, porque yo no he firmado”. Y regresó. Y firmó.
Los libros cierran y quedan las anécdotas, como testimonio de una leyenda presencial, vívida, real. A mi lado Dalis, una pequeña de tres años, llegó con su tablet “para ver a Fidel que es un tío mío”. De oídas te llega el llanto unánime del aula de segundo grado de la escuela Serafín Sánchez donde los niños no entienden por qué Fidel se murió. Tomados de la mano, Marcos Antonio Marcelo y Camila Nodarse suben los tonos rojos a la alfombra desde la profundidad de sus ocho años. Frente a él, en pose de guerrillero que marcha a una próxima batalla, se ponen la mano en el pecho y vuelven a abrir los libros en medio de la noche: “Para ti, mi Comandante, mi corazón y un beso”.
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