María Claudia González Díaz, una cabaiguanense de cuna, integra una de las compañías más prestigiosas del mundo: el Ballet Nacional de Cuba
Sube el telón y una doncella corre agitada hasta el medio del escenario. Su rostro delata desesperación, locura, desasosiego… Súbitamente, cae. La maldición provocada por el engaño y la traición de su amado le impiden moverse. Giselle ha muerto y el público ovaciona sin pausa.
Lentamente, la bailarina toma la postura erguida y agradece el reconocimiento. Tan joven como la protagonista de la trágica historia, María Claudia González Díaz ha estremecido con movimientos precisos al auditorio. Baja el telón.
“De niña bailaba hasta con la música del noticiero. Mis padres, al darse cuenta de que eso era lo que me encantaba, tomaron la iniciativa y me matricularon en un taller vocacional con la profesora Rosa Elena Álvarez, en La Habana, donde me preparé para ingresar en la Escuela Nacional de Ballet”, relata con la misma pasión con la que regresa siempre a su cuna cabaiguanense.
Transcurrieron, entonces, ocho años. Perfeccionó esa pasión, a fuerza de sacrificio, tesón y perseverancia. Hoy lo agradece. Cumplió con uno de sus sueños: forma parte del Ballet Nacional de Cuba.
“Hay que tener mucha conciencia porque no dispones de tiempo como el resto de las niñas de tu edad para jugar y ver la televisión. En cuanto a la dieta, no ha sido tan traumática, pues no subo de peso con facilidad. Por eso, cuando me quiero dar un gusto lo hago.
“Debido a las ampollas debemos vivir pendientes de las curitas y medicinas porque la punta de las zapatillas nos lastima mucho los pies. Además, los ejercicios son tan fuertes que sufrimos de lesiones muy dolorosas. Ya con los años te adaptas a lidiar con todo eso porque aprendes también que el público jamás puede percibir si estás incómoda, en el escenario le entregamos lo mejor”.
Entre las tantas disciplinas aprendidas en la escuela, ¿cuál prefieres?
“Me siento cómoda con el repertorio porque allí se hacen las obras clásicas. Además, aprovecho la posibilidad de contar una historia mediante mis movimientos danzarios. En cada presentación puedo perfeccionar mucho el estilo y la forma de expresarme. Por ejemplo, me fascinan Giselle y El lago de los cisnes porque son piezas que me permiten probarme”.
¿Qué sientes en el segundo antes de abrirse el telón?
“Me olvido de todo y salgo a bailar, que es lo mejor que sé hacer. Creo que esa tensión me lleva a dar lo mejor de mí. De otra forma, es como si me cortaran la libertad. Por eso nunca olvido mi primera presentación, que fue con un baile popular y tanta emoción sentí con los aplausos que supe que ese era mi destino”.
Aprendió que ese era el momento más importante para una artista. Motivo suficiente para que apueste por desafiar la luz y desplazarse cada vez más airosa sobre el escenario para seducir a los diversos ojos que le siguen.
“Debí realizar dos complejas pruebas para entrar al Ballet Nacional porque no es la única opción cuando egresamos, pero para ello trabajé desde niña. Sé que es una etapa, además, de nueva que precisa de mucha convicción porque tengo que bailar bastante para cumplir otro de mis sueños: convertirme en primera bailarina”.
¿Cómo fue la experiencia del curso de verano que recibiste junto a otros cinco alumnos de la escuela cubana en Utah, Estados Unidos?
“Fue diferente a lo que estábamos acostumbrados porque allá se potencian otros estilos. Las tres parejas que asistimos, todos recién egresados, fuimos el centro de atención porque nuestra escuela y el ballet de nuestro país son referentes a nivel internacional. Nos hicieron muchas preguntas, pero aprendimos mucho de forma colectiva”.
A tu juicio, ¿dónde crees que radica el sello de la escuela cubana de ballet?
“Tenemos muy buena técnica, por lo que a la hora de interpretar no resulta tan complejo. Los profesores son muy buenos. Creo que podemos mejorar mucho más a la hora de desdoblarnos en escena para que con solo bailar el público pueda interpretar la historia”.
Sube el telón y se hace la luz. En el centro del escenario, vestida de blanco está Odette. Sufre al ver desde una esquina el enfrentamiento entre su amado Sigfrido y el villano Von Rotbart. Un dolor la consume, al percatarse de que ha quedado sola y convertida para siempre en cisne. El público se compadece y solo atina a ovacionar tanta entrega.
Baja el telón. María Claudia González Díaz sonríe. Aún es pronto para hablar de una carrera sólida, pero el inicio ya está pactado. “El ballet es mi vida”.
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