Luego de transitar de la pintura a otros oficios, un artista de indiscutible arraigo popular se inscribe como personaje pictórico de la ciudad que ama
Lleva cabello medio largo, a lo hippie, y un atuendo poco común: pantalón y zapatos oscuros, camiseta negra bajo la camisa amarilla y una gorra nada discreta, con inscripción en inglés. La gruesa cadena que cuelga de su cuello, donde a menudo usa corbata, tiene por atractivo una cruz grande, dorada y plateada. Un anillo de piedra roja destaca el anular de la mano izquierda, que porta un pulso de metal. En la otra mano, un reloj y un tabaco que nunca prende, aunque se declara gran fumador.
Tartamudea de cuando en cuando. Antes de iniciar la charla en el patio de la Casa de la Cultura de la ciudad cabecera, coloca sobre un asiento tres cuadros propios que ha traído consigo. Está en su zona de confort, en ese mosaico de la ciudad donde se inició en la pintura junto a conocidas personas del mundo del arte.
“En Bellas Artes conocí a Osvaldo Mursulí, director de la academia; Remberto Lamadrid, Magaly Guzmán, Wiliam Estrada y Juan Paz (El Monje). Iba allí, a los altos de la Plaza del Mercado, a aprender, tendría unos 18 años”, cuenta. Pero él no es un pintor naif como lo fue Erasmo Rameau, se apresura a afirmar mi entrevistado, un hombre que no llegó a descollar por sus obras, aunque algunas de ellas cuelgan en las paredes de casas de amigos, dentro y fuera de Cuba. También se le recuerda en el mundillo de los óleos y los pinceles, donde artistas y especialistas lo clasifican más bien como a un artista popular, de probada ingenuidad incluso, alega alguno de ellos.
Con su mirada medio extraviada entre recuerdos rememora la etapa en que integró el grupo El Puente, dirigido por Remberto Lamadrid, como parte de cuyos programas hacían viajes al Castillito, entonces casa de descanso de la Uneac, en Topes de Collantes. “Cada año íbamos allá a hacer paisajes y luego esas obras se exponían aquí, en esta misma casona; donábamos algunas a centros laborales. Eran los años 70. Hice temas campesinos en la Primera Décima Mural, evento patrocinado por la Escuela Taller de Artes Plásticas, que dirigía Osvaldo Mursulí y participé en exposiciones”, cuenta a retazos.
El cinto, me fijo bien ahora, tiene por cierre una hebilla con piedras de colores rematando una corona real. Dentro, la Estatua de la Libertad y debajo de esta, seis calaveras. Al final me explicará el significado.
Él, Enrique Dueñas Martín, quien se ha desempeñado en oficios tan disímiles como montador de coreografías para cumpleaños de 15 “Recuerdo aquellos temas de Paul Anka y de Nat King Cole, soy muy buen bailarín”, declara con lucecitas en los ojos; trabajador del Instituto Nacional de Recursos Agropecuarios (INRA), carpintero, custodio y ahora proyeccionista de cine, se autodefine como un pintor que dentro de lo popular posee una tendencia específica. “No soy como El Monje ni nada de eso, mi pintura es natural, soy naturalista, paisajista. Me gustan las cosas antiguas: casas viejas, conventos…”, especifica.
Y le creo, porque todo el tiempo, mientras le escucho, siento que charlo con alguien que se quedó varado en aquellos años juveniles, que mira el mundo con los ojos de ayer, sin dejar de reparar en él y ponderar cada cosa buena que hay en las almas que lo rodean.
Ahora mismo detallo uno de sus cuadros, donde la espirituana Plaza del Mercado aparece con los locales que conformaban la edificación en los años 50. La Abastecedora, se lee en lo alto; cortinas raídas y un toldo medio levantado colindan con un balcón. Allí radicó, dice, una cárcel española; luego una casilla y un puesto de frutas. También un dispensario al que acudían a curarse los conciudadanos. “Un día de estos, si usted quiere, le comento sobre lo que hubo bajo cada techo de esta ciudad”, sugiere.
Todavía pinta si coge un pincel. “Eso no se pierde”, asegura rotundo. Y habla de cómo descubrió su afición por la pintura siendo un niño, cuando estudiaba en la primaria Carlos de la Torre. Pudiera pensarse que toda su vida ha transcurrido a escasos metros a la redonda del lugar donde sucede la entrevista, pues el cine Conrado Benítez es hoy su centro de trabajo. Pero no. La poligrafía espirituana y el entonces llamado Hospital de Día, adscrito al Policlínico Sur, le tuvieron no como cualquier custodio, sino como uno muy especial, de esos que no se duermen y velan, además de los recursos, hasta por la seguridad del personal, de esos a quienes se despide con cariño raigal, como hicieron al momento de su jubilación, en 2015, en el Centro Comunitario de Salud Mental.
Toco su fibra de coleccionista de música con cientos de discos de acetato y casetes de los más diversos intérpretes y se deshace en menciones que incluyen, entre muchos, a Los Platters, Aretha Franklin, Los Beatles, Los Panchos, los tres Reyes y Bob Marley. No estudió música, pero combos locales de los 70 y los 80 lo buscaban para que amenizara, con los bailes grupales que organizaba, sus espectáculos en El Tenis y La Colonia.
Muy a pesar suyo se desvinculó de la pintura cuando apretó el período especial y, sin acceso a óleos ni lienzos, comenzó a dedicarse a otra cosa. Eso sí, discrepó siempre de aquella teoría según la cual del arte no se puede vivir. Y con su hipótesis de lo contrario, que el trabajo por cuenta propia se encargaría de validar, me lo encontré semanas atrás mientras esperaba la hora de la proyección en el cine.
Aficionado a la lectura no solo de historia antigua y contemporánea, sino también de asuntos de actualidad, me sorprendió con valoraciones muy concretas sobre la esencia de Donald Trump, y, más que eso, con la descripción de la hebilla en su cinto, donde seis calaveras reposan bajo la Estatua de la Libertad: “Es el imperio de la muerte, ahí no hay libertad, sino matazón. Mira cuántas guerras han desatado, cuántos pueblos invadidos…”.
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