Harry Potter: se acabó la magia, reciente producción de Teatro El Público, es una de las obras más notables de la escena cubana contemporánea
Lamentablemente no conseguí entrar a la función programada en el pasado Mayo Teatral, como work in progress, de Harry Potter: se acabó la magia, una dramaturgia de Agnieska Hernández, bajo la dirección de Carlos Díaz con su Teatro El Público.
Debí exigirme puntualidad y llegar a tiempo a la céntrica calle Línea, algo que había aplazado por distintas razones, para ver finalmente la función número treinta de la nueva temporada. Domingo. 5:00 p.m. Se establece, por fin, conexión con la red «WIFI/remanente cívico» entre espectadores y actores. Empezó la magia: del Trianón.
No exagero si apuesto por esta obra como una de las más notables de la escena cubana contemporánea, acaso de las más deslumbrantes dentro de la producción de El Público de los últimos tiempos. Las fuertes críticas sociales, acentuando sus discursos sobre la base conceptual de la parodia como postura ante los prejuicios establecidos y los imprudentes manejos del poder, tiran de los intentos subversivos (en términos teatrales) de este director y hace inevitable ese «sofocante» tono espectacular, a veces, mirado como extravagante, al que Díaz nos tiene acostumbrados. En este lance escénico el director es irreverente a la hora de cuestionar la incapacidad de quienes practican el poder, severo al poner su mirada en las contradicciones del hombre de a pie ante los caudillos de la Historia. Interesado, además, por darle sentido a los ángulos susceptibles de estas docu-ficciones (muchas de ellas personales, bien reconocibles en las biografías de sus intérpretes), y someterlas a un debate abierto con el público de hoy.
El escenario propicio, práctico en términos de analogías, fue una academia nacional donde «se aprende a ser Mago». Pretexto para desandar una escritura testifical que fuera identificable a esta nueva generación de actores, jóvenes graduados en su mayoría de la Escuela Nacional de Arte, ENA, y sacudidos por la complejidad que estas marcas en el rostro de la Isla, y llena de frágiles intertextualidades, les movilizan. Todo sucede en la misma academia donde estudia Harry, héroe de este documental que registra experiencias de vidas friccionadas en profundos monólogos, bien repartidas dentro de la estructura de la obra. Pero Harry no transita solo por este ciclo colegial, le acompañan, al estilo de J. K. Rowling, sus amigos Ron y Hermione, quienes mordidos por sus propias biografías también “machucan en el día a día” y la “luchan arriba de la caliente”. Lord Voldemort, el tenebroso hechicero, «el Mago Padre» de este testimonio insular, se desmitificará de sus aterrorizantes gestas en la secuela cinematográfica, o la literaria, para representar una «maestra, teacher, sindicalista, presidenta, delegada, profe o guía de una generación depauperada por los noventa», como describe Martha Luisa Hernández Cadenas en el programa de la obra.
El relato de Harry Potter… está bien esclarecido, existe una coherencia en el discurso, aun cuando transita por múltiples reescrituras, sean del texto o de la propia puesta, y es lo que hace trascendente la escritura escénica de Díaz. El curso de la acción se moldea a partir de una estructura voluble, modificable sobre la reinvención dramática. La potencialidad física del cuerpo subversivo y flexible del proceso teatral es posible, en consecuencia, por el resultado visual, a veces guiñando lo kitsch, lo pink, lo pop -fabricadas como boceto escenográfico por el director, en avenencia con su diseñadora de vestuario, Celia Ledón-, y adiciónesele el elegante nivel técnico de las frescas voces actorales.
El Público insiste en convidarnos a una fiesta teatral donde hilarantes escenas y mostrar el cuerpo semi-in púribus de los actores es tan común como desnudar el alma del espectáculo a nivel intertextual. Como diría Carlos Espinoza, Carlos Díaz reitera su culto por la belleza. En la puesta en escena reinciden los mejunjes picarescos, la jocosidad, el doble sentido, las danzas, la música; expresiones orales que rayan la vulgaridad, pero que muy bien son reconocibles en el lenguaje popular de la juventud cubana.
Aunque el gusto visual, derivado de la gama de colores y la multiplicidad seductora del diseño, forma una buena parte del encanto del espectáculo, es en la idea operada de lo generacional, de esta academia nacional, de ensueño y en decadencia, hacia donde concienzudamente los creadores aspiran a conducirnos. Agotados de tanta mentira, desbaratados como los pianos de la Isla, usados como leña, y convertidos en cenizas, los actores logran en un ejercicio de libertad confesional, subvertir una verdad desgarradora: la Isla se muere a la orilla de una acera, en una parada de ómnibus, bajo un torrencial aguacero. Nadie le asiste porque el ómnibus que llevan horas esperando acaba de llegar y no pueden perderlo. Estas criaturas insensibles, a la vista de la isla que intenta sobrevivir, pueden verla agonizar por los cristales del ómnibus, empapada de agua y de sangre, mientras el corazón aun le balbucea.
La magia en Harry Potter… es reinventarse cada día, mencionar «África» con frialdad; es mirar indiferente la «pornografía del alma de la Alicia de Lewis Carrol», o la de la puritana inadaptada de Agnieska, que ha sobrevivido a los marcados y disfuncionales idilios familiares, pero, su magia, también radica en comportarse rebelde y confesional mientras hace felaciones a la Reina de Corazones; es operar el corazón de una Isla moribunda y que se trasfunde en el sincretismo afrocubano; es un Harry que se llama Pedro o Peter que viene de estudiar en el nivel elemental de Piano en Santa Clara, academia donde le laceraron sus sueños, porque tenía los dedos chiquitos y en donde le reprocharon que nunca iba a ser un gran pianista, sin embargo mantiene la ilusión de poder tocar junto a Ludwig van Beethoven. La magia es desear conectarse a una wifi de verdad, tener tenis de marca nuevos, es conectarte, al menos, por el Zapya, y cuando se te caiga la conexión poder vociferar libremente «a cagar albañiles que se acabó la mezcla».
El elenco, bastante equilibrado en las interpretaciones, cumplió con las demandas que un texto como este exigen. Aunque en esta oportunidad Díaz no comprometió a actores de reconocida trayectoria en el teatro, la televisión o el cine, como es conocido, es perceptible un competitivo y concienzudo rigor en las interpretaciones a nivel colectivo. A nivel individual, los aplausos para la expresividad corpórea de Miguel Antonio Stuart Gutiérrez y Miguel Alejandro Stuart Gutiérrez (Los jimaguas), y por un sobrio Reytel Oro Oliva (El Monster). Chavely Díaz Lara (Luna) logra buenos momentos interviniendo en el simpático cuadro del Maleconazo, y si bien armoniza con el resto del elenco, en el engranaje colectivo, se ve limitada por desniveles en la precisión y el resquebrajamiento de la voz.
Excelente en el decir y acarreador de un carismático aspecto escénico, hacen de la línea argumental de Daniel Triana (La Reina de Corazones) uno de los desempeños más disfrutables. Del interior del país se conoce el desplazamiento hacia la urbe habanera de gente que se mete en «La Cuevita» a comprar ropa barata y cadenas y anillos de acero quirúrgico para revenderlas en sus pueblos. En esa vorágine cubanísima se nos muestra confesional Betiza Bismark (La Bayamesa), exquisita en el decir y enérgica al pronunciar el texto «A Bayamo pa’ humillarlo hay que darle candela por los cuatro costa’os».
Salen airosos de sus responsabilidades Dana Estévez (Alicia), sensorial y espontánea; Edgar Valle (Ron), con un excelente desplazamiento escénico y cualidades físicas, conformes con su ahondamiento sicoanalítico; con credibilidad y encanto Amelia Fernández (Hermione) hacen de la interpretación una de las más contenidas y precisas; y, por último, Pedro Enrique Fernández (Harry), con una inflexión del grotesco en franco contrapunteo entre su biografía personal y la de su personaje, claves para que el espectador levite en sus butacas.
Pero los elogios se los lleva César Domínguez (Voldemort, maestra, teacher, sindicalista, presidenta, delegada, profe o guía de una generación depauperada por los noventa), quien, con depurado dominio del espacio escénico y un dinámico ritmo interior, gana la mayor atención del público. Hacia los minutos finales de la puesta logra conmocionar con su último monólogo, extrañamente en un espacio de catarsis, fijada en una acción que todo el tiempo pretende incidir en el espectador de forma más reflexiva –distanciada afectivamente-, que sicológica estrictamente. Cinco minutos ininterrumpidos y bien merecidos se tomó el público para aplaudirle, ese es un gesto de aclamación que habla por sí solo.
Los siete jóvenes, héroes de esta desmitificadora academia de ensueños, han enflaquecido ante la desidia; la morbosidad de sus realidades les desmenuza, y a veces hasta les duelen los mordiscos de algún tiburón, cuando se bañan en el Malecón al ritmo de Farah María. La angustia me arrastró hasta los minutos finales de la representación, paradójicamente séptico ante el jolgorio con que fue acicalada la infeliz (re) presentación de estas biografías. Incitado a abstraerme y cuestionarme si objetivamente se acabó la magia o siquiera si existe; si nuestros hijos aun imberbes tienen que aspirar a «la varita» y volverse buenos magos, los mejores, fue lo que me mantuvo ligado a la butaca del Trianón.
Díganme Harry, Voldemort, Agnieska, Carlos, ustedes que tienen una idea más completa de lo que en el Trianón sucede, en verdad, ¿se acabó la magia?
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