Santiago de Cuba reverdece siempre en los amaneceres. El sol ahora es más fuerte. Su luz germina de la semilla sacra de la Patria. En Santa Ifigenia el aire es más nítido, un perfume eterno se cuece en las flores y un velo de mármol alumbra a los muertos sagrados de esta isla.
Como en un grano de maíz se resume su historia absuelta ya para siempre, estar frente al bronce del Caguirán, depositar una rosa blanca, debe ser ahora más que nunca un ritual del alma.
También huele a príncipes negros frente al monolito gris, es la sangre de su Revolución; el líquido en las venas revienta. Toca el corneta: Fidel es amanecer, guía, gigante desde la Sierra que domina el paisaje santiaguero. Llegan los agradecidos, los jóvenes van primero, hay niños, mujeres, hombres…
“Gracias, Santiago”, dijo una vez el propio Fidel, y es que hay algo de real y maravilloso por aquellos contornos, pude sentirlo en la respiración de su gente, natural y sencilla, en el paso medido frente al mausoleo del Apóstol, cuánta marcialidad espontánea, cuánto albor centellea en el lucernario martiano.
Abajo, en el túmulo funerario, la tierra de las naciones americanas, sus escudos alrededor del héroe, la bandera cubana se desliza suave, la vista se pierde en los horizontes, en un verso: “Yo soy un hombre sincero”.
Más allá, en el corazón de la ciudad se levanta un monumento a lo cubano, Santiago de Cuba se adorna con la imagen del Titán, con el cobre de nuestra mambisa protectora, se ha quedado para siempre una frase en las moradas de la gente, un grafitti de amor se repite una y otra vez en las callejuelas, en los cerros, en la magna Enramada: Yo soy Fidel…
Gracias, Comandante. Santiago seguirá luminosa irradiando cubanía a esta nación que le contemplará siempre rebelde, heroica y hospitalaria. Y más por estos tiempos, cuando toda la gloria vivida se resume en su seno como en si fuse un grano de maíz.
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