Mientras afuera azotaban los vientos, en casa se sentían otras ráfagas: las de convertir al huracán en juego para una pequeña. Irma fue para mí un ciclón de barrio, del que también surgieron no pocas historias
No tengo propiedad periodística para hablar de Irma: no estuve en Yaguajay, uno de los lugares más afectados en la provincia, ni antes ni durante ni después del huracán; no visité ningún centro de evacuación; no participé en recorrido alguno con las máximas autoridades del territorio; no me acuartelé en Escambray —como tantas veces— para escribir minuto a minuto de los estragos del fenómeno meteorológico. Y reconocerlo me duele, por más que me hice la desentendida para disimular, quizás, la inevitable ausencia a una de las coberturas que más me apasionan.
Irma, al menos para mí, fue otro ciclón —igual de destructor y agónico—: el de inventar una y mil piruetas para aliviarle los días y las noches oscuros a una pequeña; el de abanicar incansablemente durante toda la madrugada; el de retozar hasta con el reflejo de la sombra en las paredes para ahuyentar temores infantiles; el de mantener el fogón encendido para calentar estómagos familiares y vecinos; el de jugar a la calma mientras el aullido del viento amenazaba con derribarlo todo; el de las sonrisas siempre, pese a las preocupaciones…
Este huracán no estuvo en mi agenda reporteril; fue, tan solo, un ciclón de barrio. Bastó asomarme a la puerta de la casa en la tarde del viernes para confirmar lo que ya presentía: un meteoro en Cuba es como un catarro común. Y no porque la gente se ría del peligro —que a veces sucede—, sino porque de tanto vivirlo se ha vuelto cotidiano.
De lo contrario lo desmentirían las recomendaciones de la vecina para que “la leche no se te corte, mija, ni con los apagones”, los sacos de arena en los techos de zinc, las recogidas en las placas, los pomos de agua puestos a congelar desde mucho antes, la carga a la laptop —según las previsiones paternas— para garantizar las canciones infantiles, los panes y las galletas, por si acaso…
Todo era sabido. Fue cuestión de que soplaran las primeras ráfagas para que la oscuridad se nos abalanzara también encima y comenzara a sentirse in crescendo un torrente de agua por todos lados. La única calma, cuando apenas la madrugada empezaba a ser sacudida por Irma, llegó desde la cuna: “¿Ma?”.
“No es nada, titi”, le dije, y sobrevino entonces el otro huracán: el de lidiar con unos ojitos desorbitados mientras las matas cedían sin remedio a los deseos del viento, el de enseñarle que la luz también es una lámpara recargable y una vela, el de beber agua al tiempo aunque fuese salida del refrigerador, el de hacer del pasillo de casa la mejor de las autopistas para montar la ardilla velocípedo.
Nunca antes estuve ex profeso tan desconectada del mundo. Ni partes meteorológicos para precisar posible trayectoria, ni el susto de la información exacta del momento en que tocó tierra espirituana, ni el aguacero encima durante la caza de las historias de vida.
Porque en un huracán de cuadra no sabes nada a ciencia cierta, todo son suposiciones. O sí, intuyes que lo tienes cerca cuando la mata de mango del patio vecino se desploma tras el mayor de los estruendos y la calle se te vuelve un mar en tus narices. O sí, supones que se aleja cuando la vecina grita con toda certeza: “Irma anda por casa del c… ya; oye, que está tronando y eso quiere decir que acabó el temporal. Dicen que ya va pa’ rriba”.
Y no son puros rumores. Lo confirmas, con la esperanza más pegada que la humedad que te rodea, al ver que de lluvia va pasando a llovizna; de silencio a algarabía comunal; de sombras a luz.
En un ciclón de barrio no hay premuras de cierre ni datos oficiales; solo hay cuchicheos de vecinos, platos de comida que desafían lluvias de un portal a otro, techos ajenos que cobijan. Y cuando tienes que vivirlo —aunque añores estar en el ojo mismo de la noticia— lo agradeces, porque, a la postre, también se pueden contar historias.
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