La Unión Soviética que yo conocí

Como mismo quedó pasmada cierta vez al notar los movimientos pélvicos de una cubana de nuestro grupo, Verónica Nikolaevna Kulipánova, nuestra excelsa profesora de Historia del PCUS, se habría espantado al saberlo. Muerta como está, no tuvo que sufrir la decepción: en Sochi, durante el XIX Festival Mundial de la

Revolución Socialista de Octubre
El mundo celebra el centenario de la gran Revolución Socialista de Octubre.

Como mismo quedó pasmada cierta vez al notar los movimientos pélvicos de una cubana de nuestro grupo, Verónica Nikolaevna Kulipánova, nuestra excelsa profesora de Historia del PCUS, se habría espantado al saberlo. Muerta como está, no tuvo que sufrir la decepción: en Sochi, durante el XIX Festival Mundial de la Juventud y los Estudiantes, al que decía tavarish, más por caducidad que por casualidad, lo miraban de reojo. “Sir, así era como se trataba a todos”, me advierte la colega que habló de primera mano con varios delegados a la cita.

Pero si Kulipánova, partizanka durante la Gran Guerra Patria, viviera en estos tiempos, también le habría dado un patatús al escuchar a Vladimir Putin, el presidente del país más cercano a la Unión Soviética que yo conocí, decir que los errores del pasado no podían repetirse. Aludía no a errores cualquiera, sino a los relativos a Josef Stalin y sus ya para nada secretas ejecuciones a quienes traicionaban.

 

El fuego de Octubre

No conocí a Stalin, pero de haberlo hecho seguramente le habría estrechado la mano y agradecido en nombre de la humanidad, no por lo que hizo y la respetable profesora no nos contó, sino por lo que hizo y sí sabíamos todos: contener, apoyado en una excelente estrategia de guerra, al ejército nazi de Adolf Hitler y salvar al mundo de una hecatombe mayor a la que vivieron los antepasados de quienes habitan hoy todas aquellas repúblicas, entonces unidas, e incluso otras naciones europeas. Hablo de Stalin como símbolo del poderío que dio la victoria a los soviéticos, no con varitas mágicas, sino con las entrañas entregadas en cada puesto de combate o de la retaguardia.

Que se estaba desmoronando el estado multinacional, eso lo percibí durante unos pocos días en Moscú en 1986, tres años después de graduada. Pero entonces, aferrada a la idea de que no era posible que algo tan grande se deshiciera ante los ojos del mundo, no interpreté las señales. Ella, la veterana profesora, junto a una poesía de Alexander Pushkin nombrada como yo, me envió aquella valoración lapidaria: “Tendrán que pasar lo menos siete décadas para que la URSS vuelva a reconformarse. Esto es algo terrible”, me escribía en la postal.

 Suceda lo que suceda, nunca podré obviar en mis recuerdos los años vividos en la primera nación socialista del mundo, aquella cuyas manchas no vimos o preferimos ignorar ante el esplendor de una economía muy por encima de la nuestra, con libre mercado, enseñanza gratuita, acceso a los servicios médicos sin pagos mediante y mucha calidez hacia los provenientes de la isla de Fidel Castro.

No se muerde la mano que te alimenta, por eso prefiero pensar en la caída del socialismo en la URSS que nos acogió como una estratagema en la que no todos fueron responsables. De aclarar, por anticipado, que nada es casualidad, se encargaría el propio Vladimir Ilich Lenin, quien, de vivir, apuntaría a los errores de este, de aquel y de las masas populares y escribiría otro texto de trascendencia épica, al estilo de Un paso adelante, dos pasos atrás. Pero no se quedaría en el análisis, sino que trazaría un camino para los bolcheviques, ahora probablemente con otro nombre, pues ya, también probablemente, no serían el sector mayoritario.

Días atrás, en uno de sus mensajes electrónicos, mi tutora de cuarto año en la tesis de Idioma Ruso, la querida Tatiana Antónovna Yáschenko me comentaba la preocupación con que siguieron desde allá la trayectoria de los huracanes Irma y María. Leí con avidez los pasajes sobre su vida y supe que no fue el azar lo que nos juntó allí en aquel 1978.

Un padre periodista que indagaba en temas de trascendencia mundial y ella misma aprendiendo español mucho antes de conocernos, por simpatía con los ibéricos que enfrentaban a Franco, no pueden ser sino causalidades. Así que la tengo, aunque no nos veamos, como tengo a Natasha desde hace tantos años, como tendré, de seguro, a otros en quienes pienso con frecuencia, Irina Udóvik, por ejemplo, o alguna amiga polaca, africana, india o laosiana; o algún amigo cisjordano, tanzano, senegalés, sirio o iraquí. Son todas personas de mirada noble, alma limpia, sentimientos sanos.

Y, aunque en las viejas fotos se respira aún el frío que algunas veces nos hizo tiritar, vivas están aún las sensaciones y vivos siguen los recuerdos. Nosotros éramos los primeros cubanos en la ciudad de Simferópol. Ellos, los primeros profesores o los primeros compañeros de cubanos, quienes nos conocieron, toleraron, respetaron e, incluso, amaron, según el caso.

Crea o no en lágrimas Moscú, se canten o no sus noches en las fiestas, recítense o no los versos de Pushkin, léanse o no las obras clásicas de la literatura rusa, soviética y universal; tómense o no el vodka y el té, dígase o no tavarish, seguiré amando a la URSS que conocí. Si las glorias palidecen me aferro al pasado, pues tiene mucho menos de oprobioso que otros pasados de quienes signan el presente.

Y no tengo que nacer en isla o país diferente para soñarme un quinquenio más dorado que aquel de juventud y otoños compartidos, porque, desperdigado por el mundo en muchos rayos, el haz de luces sigue iluminando. Y todo eso gracias a la Revolución de Octubre, gracias a una URSS que, para pesar nuestro y de la profe Kulipánova, se cayó y podría ser otra vez o no volver a ser jamás.

Publicado originalmente en Cubaicaní, blog personal de la autora

Delia Proenza y y Adriana Alfonso

Texto de Delia Proenza y y Adriana Alfonso
Máster en Ciencias de la comunicación. Especializada en temas sociales. Responsable de la sección Cartas de los lectores.

2 comentarios

  1. Mi papá estudió en la URSS y en una carta le contaba a mis abuelos que si aquel sistema duraba 20 años (tomando como punto de partida la fecha en la que escribía aquella carta), era mucho…. Mis abuelos se horrorizaron e indagaron en cuestiones acerca de con qué tipo de gente se estaba reuniendo, que cómo iba a hablar así… Exactamente duró 17 años. Nada es eterno. Deberíamos recordarlo cuando somos tan categóricos en algunas afirmaciones. A veces se involuciona o evoluciona, pero nada, casi nada, es eterno.

  2. Yo también la conocí de cerca. Desde pequeño a través del sistema educativo, las enseñanzas familiares, el arte y la tv. Comencé a admirarla para luego amarla y estar dispuesto a defenderla. Se me hizo mucho más cercana desde aquella noche de enero de 1983, cuando Juan Brown, nuestro querido jefe de escuela (Camilo Cienfuegos) junto a la dirección del centro me dijo, con la firmeza de su carácter: «el mando, las FAR y el Gnral de Ejército, le encomiendan estudiar … en la URSS. La respuesta firme como la propia orden, la di automáticamente, embriagado por la emoción salí de la oficina con una idea fija: qué orgullo para mi madre, para mi padre, comunistas combatientes. Llegué a la URSS en agosto de ese año y lo primero que hice fue visitar a Lenin, hecho repetido cada vez que viajaba de Odessa, mi ciudad héroe. Los relatos de la Gran Guerra Patria, sus monumentos, excursiones, el encuentro con combatientes, la vida, todo ello, fortificó mi sentimiento. Quiero como una madre a Niña Nikolaievna Blascenko, mi profesor de ruso. Cuando la vida me puso en el trance de la muerte, cirujanos y enfermeras soviéticos junto a más de 300 jóvenes que donaron su sangre voluntariamente impidieron la Parca. A pesar de todo el amor desde muy temprano comprendi del grave error aunque no de sus consecuencias de no ver al imperialismo estadounidense como el enemigo no. 1 de los pueblos. Después vendría la tragedia. Pero a pesar de su actualidad sigo amando a la URSS, aquella nación heroica que nos brindó su mano, la que nos calificó como la » isla de la libertad»

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