Oda a las madres

La mía era nacarada. Solía ponerse roja a la más mínima exaltación. No empezó a trabajar fuera de casa hasta que yo, la menor de los cuatro, hube vencido el sexto gradoIba al Centro Escolar siempre que había pruebas finales, más para alentar con su presencia que para consentirnos en

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“…Los brazos de las madres son cestos floridos”, dijo Martí.

La mía era nacarada. Solía ponerse roja a la más mínima exaltación. No empezó a trabajar fuera de casa hasta que yo, la menor de los cuatro, hube vencido el sexto gradoIba al Centro Escolar siempre que había pruebas finales, más para alentar con su presencia que para consentirnos en algo. No perforó los lóbulos de mis orejas hasta que pude decidir, temerosa de que la rubeola que la aquejó durante el embarazo hubiese afectado mi corazón en ciernes.

La mía era noble, sensible, cariñosa, solícita. Sus arrullos me llegan hasta hoy; las poesías en sus labios lectores suenan en mis oídos; sus enseñanzas se me revelan en mis propios actos; sus juguetes de Días de Reyes, frutos de colas tras madrugones en la tienda cercana, vienen a embelesarme cuando el sueño no acude.

La mía entró al hospital materno espirituano justo cuando acababa de autorizar el aviso de mi alumbramiento, para cuidar su corazón enfermo. La había llamado en medio de los estertores creyéndola ajena a la noticia. ¡Y ella, atea, hasta oraba por mí y por las gemelas en nuestro Guisa natal! La mía se me fue cuatro meses y 12 días después, cuando sus nietas novena y décima no podían aún gatear, pero estuvo orgullosa de mostrarlas en fotos el propio día de su partida.

La mía me vela desde el más allá. Debo inspirarme en otras para lograr la crónica de este Día de las Madres sin que el llanto me ahogue. Al fin y al cabo, en ella me inspiré mientras criaba a mis hijas. Pienso, entonces, en las colegas que han tenido la dicha de disfrutarlas y consentirlas, a las suyas, ya convertidas en adultas mayores. Y la otra dicha, que sí comparto, de ver crecer a nuestros vástagos entre máquinas de escribir, archivos y computadoras. Pienso en Dayamis, que en su estreno como madre confirmó ya que no existe oficio mejor. En las madres que son ya muchas de las hijas de los años felices de Escambray. Y en las que están por serlo pronto: Laura, la de Xiomara; Ena Lilian, la gemela a quien di el nombre de mi madre.

Pienso, entonces, en la guajira de avanzada edad que en la campiña enseña a nietos y biznietos. En la ingeniera de cargo dirigente. En la cuentapropista que echa adelante el país con sus aportes. En la maestra o profesora, ya joven y lozana, ya canosa y gastada, pero aún frente al aula. En la enfermera o en la médica que velan, desde sus candorosas manos y copiosas sapiencias, porque el círculo no se rompa, porque vengan otras, nuevas y siempre buenas madres como aquellas.

“…Los brazos de las madres son cestos floridos”, dijo Martí. Negras, mulatas, indias, nacaradas, níveas: vengan, madres, a aliviar con su aroma la agitación del mundo nuestro. Suavicen las almas de cada ser en este planeta u otro; inspiren, llamen, emprendan, perdonen. Enseñen, corrijan, enternezcan, besen. Abracen, mitiguen, abriguen, seden. Arrullen, señalen, eduquen, vivan. Loas para las madres, no de las bombas ni las guerras. Para las madres de los hijos y las hijas. Para las madres de verdad.

Delia Proenza y y Adriana Alfonso

Texto de Delia Proenza y y Adriana Alfonso
Máster en Ciencias de la comunicación. Especializada en temas sociales. Responsable de la sección Cartas de los lectores.

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