Durante 20 años, la Oficina del Conservador de Trinidad y el Valle de los Ingenios ha gestionado el crecimiento de la ciudad
En su propia fragilidad asoma el encanto de Trinidad, una urbe que, si bien insiste en preservar la magia con que fue concebida hace más de medio milenio, ha debido lidiar con más de una avalancha sobre sus hombros.
Lo vivió en las postrimerías del XVIII, cuando los hacendados la entronizaron como uno de los terrenos más prósperos de la Cuba colonial. Lo vivió después con el desamparo económico que casi la borra del mapa, y lo vive ahora, cuando seduce al mundo con aleros de tornapunta y palacetes voluptuosos.
A fin de salvaguardar la herencia que un día la doctora Alicia García Santana bautizó como un don del cielo, vio la luz hace dos décadas la Oficina del Conservador de la Ciudad y el Valle de los Ingenios, una suerte de mediadora entre la voz del pasado y las exigencias del presente.
Amada, temida, odiada, vilipendiada, alabada… desde la otrora casona propiedad de don Mariano Borrell, enclavada en el costado del callejón de Galdós, se procura gestionar el crecimiento urbano con el mayor decoro posible, aunque persistan las deudas.
Hasta sus departamentos llegan propietarios de inmuebles en busca de asesoría y consulta para acometer cualquier acción constructiva, precedida de no pocos trámites y restricciones con la intención de preservar los valores patrimoniales, pero a veces con un limitado diapasón de posibilidades.
“No siempre aparece el arquitecto que te brinde la orientación que necesitas. Más bien se asocia con llamarlo para que te mida la casa y te haga los papeles —sostiene empecinada Silvia Llanes desde su casona colonial—. Es como si la Oficina estuviera para darte el sí o el no”.
Para Gustavo Sorís, morador de la Barranca, no todo el mundo piensa en el patrimonio a la hora de construir. “Hay de todo: a veces la gente presenta un proyecto y a la hora de la verdad ejecuta algo completamente opuesto, y cuando llegan las reclamaciones quieren tener la razón por la fuerza”.
Así de variopinta resulta la comunicación que tiene lugar en las calles trinitarias; un ajiaco donde cada quien defiende a ultranza su postura de acuerdo con el sentido de pertenencia para con la villa.
Bien sabe la Oficina que deben soplar vientos de reconciliación, que la pequeña villa dibujada cinco siglos atrás se entrega a la modernidad, y visitantes de medio mundo recalan aquí para apreciar un patrimonio de alcance universal.
En un camino incipiente esgrime entonces una política de acercamiento con los trinitarios, “pues somos nosotros los únicos capaces de salvar o destruir la ciudad”, asevera Duznel Zerquera Amador, al frente de la institución, resuelta a encontrar un diálogo enriquecedor con los emprendedores locales, no siempre dispuestos a aquilatar la envergadura de la condición de Patrimonio Cultural de la Humanidad.
Según Nancy Benítez Vázquez, directora técnica en tiempos fundacionales y actual especialista de la Oficina, la creación de la Escuela de Oficios de Restauración Fernando Aguado Rico y el Centro de Promoción Cultural constituyen momentos trascendentales en estas dos décadas.
La primera aseguró la fuerza joven calificada para acometer labores de conservación en edificaciones de altos valores al principio; hoy, también a los establecimientos privados. La segunda, por su parte, estrechó los lazos Oficina-comunidad a través de proyectos culturales que han sobrevivido a los contratiempos.
“Insatisfacciones quedan —agrega Benítez Vázquez—, sobre todo con el Valle de los Ingenios. Soñábamos con tener dos museos de sitio: Guáimaro y San Isidro. Son proyectos muy viejos, no de la Empresa Aldaba, como muchos piensan. Creemos que ambos lugares podían generar una fuerza técnica encargada de potenciar el desarrollo de comunidades aledañas como Palmarito o San Pedro. Hoy no sucede así”.
Además del impacto positivo que también reconocen los expertos en la mejora del estado constructivo de las casas y de las condiciones de hábitat de la familia, el caso de Trinidad no puede desligarse del nivel de conservación de sus valores.
Es allí donde se constatan los mayores riesgos: una ciudad que ha sufrido transformaciones como la pérdida de la tipología original de la vivienda, con nuevas construcciones en altos, agregado de patios, interiores, pérgolas, terrazas en terceros niveles… pero también una ciudad lacerada desde lo espiritual, atrapada en ocasiones por la mímesis que amenaza con desarraigarle aquello que una vez la hizo única.
No se trata de excesos de romanticismo o permanecer anclados en el pasado, sino de la necesidad de aprender el arte de atemperarse a los nuevos tiempos sin descuidar lo autóctono, lo que define al trinitario raigal.
“El turismo es la única vía de desarrollo de las ciudades patrimoniales, el mundo tiene el derecho de apreciarlas y es un recurso económico importante”, declara Duznel Zerquera Amador, convencido de que el florecimiento económico traerá luces a Trinidad solo si ocurre desde una visión holística de lo que fue la ciudad, hacia dónde se dirige y qué se quiere hacer de ella.
El paso más contundente en ese nuevo itinerario nació con el Plan de Manejo y Gestión de la ciudad de Trinidad, enriquecido con propuestas e intereses de varios ministerios y organismos como la propia Oficina del Conservador, Planificación Física, el Ministerio del Turismo, Vivienda, el Gobierno municipal, y que debe acoplar el complejo engranaje del crecimiento urbano en los próximos años de manera armónica, a fin de aliviar los excesos en el Centro Histórico así como mejorar el paisaje citadino en la llamada periferia o zonas de amortiguamiento.
En su vocación extramuros, la Oficina del Conservador debería levantar vuelo y dejar atrás el estigma de “esto no se puede hacer”. Hoy el discurso se traduce de otra forma: “Vamos a conciliar la manera más viable”. Así, resulta inaplazable propiciar espacios de intercambio donde sean válidas todas las opiniones y expectativas en torno a la localidad que queremos para el futuro: turística, conservada y patrimonial.
Se trata de mirarnos con ojos propios, con espíritu de renacimiento. “De lo contrario, la ciudad solo sería una vitrina”, ha sentenciado el museólogo e investigador Víctor Echenagusía Peña.
Son los tiempos, convulsos para muchos, en los que la Oficina del Conservador de la Ciudad y el Valle de los Ingenios ha desandado 20 años, primero de la mano de Roberto López Bastida, el entrañable Macholo, luego bajo la tutela de otros, en el afán de ser fiel a su génesis. O, al menos, intentarlo.
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