Sus manos amplias, surcadas por las huellas que deja el tiempo. Sus ojos se descubren tras los espejuelos transparentes. Brillan siempre, emiten ternura sempiterna
Su voz se torna noble, con la cadencia de quien siempre ha profesado mucho amor, desde el centro mismo del alma. Se dice aliada de cada momento del tiempo y su espacio siempre ha estado allí, donde ha hecho y hace por ennoblecer a los demás.
Su historia vive en cada segundo. Cada gesto, cada acción, es remembranza. Desde lo más tierno de sí lleva el espíritu de la laboriosidad que su sangre canaria le regala; primero, cuando apenas con nueva años se mezcló a las agujetas y el hilo, descubriendo los misterios de las tejedoras.
Y allí, fue creciendo, hasta aquel enero de 1959, cuando conoció los cursos de corte y costura, y después, de manera determinante, llegó al sendero de los maestros populares.
Y aquella guajirita de La Herradura se vio, de pronto, entre las montañas de Blanquizal, por la zona de Perea, en el actual municipio espirituano de Yaguajay.
Conoció allí de bandidos, del crimen que segó la vida a Abel Roig y Santos Caraballé. Y el miedo le caló los huesos más nada le impedía enseñar.
Después voló, lejos y alto, hasta Minas de Frío, y su gen creador multiplicó maestros; después el aula de Venegas; más tarde Caibarién con otras responsabilidades y para su suerte, según afirma, el plan Banao y aquella escuela que la hizo mujer y más maestra y dirigente en varios territorios espirituanos, halando siempre el tren del saber.
En 1994 no hubo jubilación, hubo un retorno a las aulas, en la querida escuelita de Banao, porque dice que la jubilación llega solo con la muerte.
Y retorna en ese instante al mundo de las manualidades que despertó con solo nueve años; agujetas, hilos y propósitos volvieron sobre sus manos. Y ahí se le ve, en la sala o el traspatio de su casa, o en una institución de la localidad de Banao, haciendo tejedoras, en cursos de verano o en cualquier momento.
Entonces reaparece esa, su vida, la vida de 78 años de Georgina Rodríguez García, o mejor, la Gina de todos sus vecinos, de sus amistades, de sus alumnos, de los aprendices; la vida de esa Gina, que por sobre todas las cosas, regala una ternura y un humanismo que la ratifica como creadora de almas, un quehacer imprescindible.
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