Con apenas ocho años de edad, César David Rivadeneira se empina como heredero por excelencia de la virtud del ceramista que hay en su abuelo Félix Madrigal
Sus manos son pequeñas, pero fuertes; sus dedos, bien curtidos; su mirada, inquieta, traviesa. Sus ojos escrutan todo cuanto vive en ese íntimo ambiente, con olor a barro húmedo, bajo un incesante canto de musas incontrolables.
Una y otra vez aprieta con ternura el pedazo de fango ocre. Lo deja quieto por un instante. Lo mira de reojo. Y vuelve la sinfonía de las manos, esa que nació no hace mucho, cuando su abuelo Félix Madrigal puso en su diestra un poco de aquella masa que desde entonces lo enamora a él, César David Rivadeneira Madrigal.
“Era tan suave el barro que cuando lo comencé a amasar me dio por hacer un cocodrilo. Pero el problema llegó cuando quise moldear la cabeza; me dio mucho trabajo, no me salía y entonces mi abuelo me dijo que era parecida a la de un lagartijo. En la pared había uno, lo agarré, lo miré bien, lo solté y entonces hice la cabeza. Ese se lo regalé a mi abuela Esther Lidia”.
Fue esa la primera vez. Fue el inicio del noviazgo entre sus ojos, sus musas, sus manos y el barro. Fue la luz que le marcó el sendero, entre todo lo demás y el taller, es decir, ese espacio que se le hace imprescindible a César David.
“Después de aquel momento entro todos los días al taller, sin apuro, hasta la hora que abuela me acompañe. Si la casa me aburre porque no tengo cosas que hacer, me voy rápido al taller donde siempre hago algo. Es que estar con el barro en las manos, amasando todos mis ocurrencias, me gusta mucho, me fascina”.
Pero su inquietud va más allá. La vocación le hincó hondo, lo hechizó, le sumó definiciones.
“Cuando me senté al torno por primera vez estaba muy nervioso; pero poco a poco se quita. Entonces hice una jarra grande, platos y otras cosas. Me encanta pintar sobre los platos; prefiero la figura de mi abuelo, tiene detalles, barba, es más difícil, pero lo logro. Quiero hacer en el torno botellas y también moldear un Martí de barro, con ese rostro grande que me llama la atención”.
Relaja las manos. El trozo de barro respira un instante. César lo mira una y vuelve a apretarlo entre sus dedos. Otro motivo comienza a ver la luz. Y sigue aprendiendo.
“Cada vez que mi abuelo está haciendo algo, estoy allí, embarrándome con él, observando cómo da forma a las figuras. Así aprendo mucho.
“Este es mi juego preferido. Con el barro hago lo que se me antoja, ya sean cosas grandes o chiquitas. El barro me deja divertirme, me hace feliz, sobre todo, cuando las piezas salen del horno”.
La sonrisa esconde al verbo tierno. Brilla su mirada. Las manos vuelven sobre el fango ocre. ¿Quién sabe lo que dibuja en su mente? En solo instantes la sinfonía del ángel ceramista comienza nuevamente a regalar acordes.
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