Para la enfermera trinitaria Yolanda Molina, con misiones en Angola y en Haití, el amor tiene un lenguaje común
Enero del 2010. Hospitales de campaña levantados a solo pasos de las colinas de escombros. Dentro, niños con deshidratación extrema; personas con lesiones traumáticas, algunas lesionadas de gravedad. Al lado de los enfermos, enfermeras y médicos cubanos, quienes, además de los efectos del cólera, las heridas y el dolor, intentan aliviar, también, la desolación dejada por el terremoto tras su paso por Haití. Nace del país un grito que atraviesa el mar y solo pocos lo escuchan.
La seño Yolanda Molina Rodríguez quiso recordarlo todo porque son esas, a lo mejor, las vivencias más sobrecogedoras de sus más de 40 años de ejercicio dentro y fuera de Cuba.
Todo ese tiempo para la hoy enfermera de los servicios de Pediatría del Hospital General Tomás Carrera Galeano, de Trinidad, el amor ha tenido un lenguaje común y ha roto, incluso, barreras geográficas, de idiomas y hasta las impuestas por los desastres naturales y epidemias, desempeño que le ha valido para merecer la distinción Servicio distinguido de las Fuerzas Armadas Revolucionarias y la Manuel “Piti” Fajardo.
LA ENFERMERÍA, UN SACERDOCIO
En el pelo rubio, la cofia que un día decidió llevar con la altura tremenda de la virtud humana. “Quiero ser enfermera y de niños”, se dijo resuelta, primero, en sus juegos de muñecas; luego, a los pies de su hermana enferma. En 1978, la licenciada en Enfermería con un curso posbásico en cuidados intensivos pediátricos, comenzaba un sacerdocio, que para bien, aún, a los 59 años de vida, ocupa sus días.
¿Cuál fue su bautismo de fuego?
“En 1981, Cuba enfrentó la epidemia de dengue hemorrágico; a raíz de ello se creó la sala de cuidados intensivos en el Pediátrico de Sancti Spíritus, y yo viví ese momento. Era muy difícil trabajar con aquellos niños; algunos estaban acoplados, tenían crisis de convulsión y el estado de gravedad exigía una vigilia constante. El equipo de trabajo batalló día y noche. Fue una de mis experiencias más intensas”.
Luego de aquellas jornadas, vinieron las campañas masivas de vacunación contra la meningococcemia y otras enfermedades. Pronto se le vio tocando las puertas de las casas en zonas rurales de Yaguajay, Trinidad y otros municipios.
EL DOLOR NO TIENE LATITUDES
Mientras en 1988 los combatientes cubanos libraban la épica batalla de Cuito Cuanavale, médicos y enfermeras internacionalistas también escribían historias en suelo angolano. Yolanda Molina tenía entonces 27 años cuando llegó a Luanda.
“Aunque era enfermera intensivista pediatra, me pidieron que hiciera el mayor esfuerzo por atender a los niños más grandes heridos de guerra y a los oficiales y soldados cubanos. Al principio éramos pocos en el equipo y se trabajaba bastante. Realmente lo dábamos todo por cada paciente. Servimos hasta de profesores, porque llegamos a adiestrar al personal angolano en la atención al paciente grave”.
Y las memorias de Haití, ¿cuántas veces las trae de vuelta?
Aquellas carpas como hospitales llenas de niños enfermos de cólera, 40 o 50 cuneros, la tragedia del terremoto frente a ti a cada paso; esas imágenes no se olvidan.
Lo primero que se me pidió —añade—fue capacitar al personal haitiano en relación con las vías endovenosas para reanimar a los niños con deshidratación, algunos en grados severos. Los adiestré, además, en la canalización de venas por bránulas. Resultó difícil por el idioma, pero logré que ellos aprendieran.
Al inicio, cuando me saludaban con bonjour, yo decía:¡Ay mi madre!, ¿qué será lo que me están diciendo? La comunicación se me hacía difícil, sobre todo con las madres y padres que tenían los niños graves; sin embargo, tuve la buena suerte de que un papá había estudiado en Santo Domingo y dominaba bien el español, y me enseñó algunas palabras en creole. Me busqué una agendita, apunté todo, lo repetía una y otra vez; a los 15 días ya me había aprendido los saludos y las preguntas fundamentales.
Los compañeros que trabajaban conmigo decían: “señora, usted tiene una memoria envidiable, porque nosotros llevamos aquí ocho meses y nos cuesta trabajo comunicarnos así, tan fluido”. Lo único que lamenté fue no haberme aprendido ninguna canción infantil en creole; de todas maneras le cantaba Pin Pon es un muñeco…; aunque no entendían nada, sé que la melodía y el cariño los tranquilizaba y hasta sonreían. Para mí eso era bastante.
¿Qué dolores no pudo calmar?
Los que dejan la pobreza, la ignorancia. Recuerdo a muchos niños que llegaban fallecidos por el cólera; primero, porque no tenían medios de transporte para traerlos, los bajaban en una hamaca de palo y el viaje duraba horas y hasta días cuando venían desde las zonas montañosas. Segundo, porque ignoraban lo mortal que resulta el cólera y luego de cuatro o cinco días de diarreas, ya muy graves es que venían con la brigada médica cubana. Todos corríamos, batallábamos hasta el final por salvarlos. Unas veces me llamaban a las dos o tres de la mañana: “Viejuca” —así me decían porque ya yo tenía 56 años— ven para que canalices esta vena”, y yo, pese a estar exhausta del día anterior, iba muy dispuesta y lo hacía. Salvamos a muchos, pero otros inevitablemente murieron. Cuando eso sucedía médicos y enfermeras —la mayoría de Santiago de Cuba—, llorábamos mucho.
¿Prestar servicio en medio de epidemias tan mortíferas no le causó cierto temor?
Cuando usted toma las medidas establecidas, no hay por qué contagiarse. En Haití estuve dos años luchando contra el cólera y a mí nunca me dio ni diarreas porque cumplí con lo reglamentado. Jamás he pedido un certificado por enfermedad y siempre estoy con la chispa encendida. Soy medio poetisa. Mis energías son positivas. No puedo ser de otra manera.
Hay enfermeras con manos de ángeles. ¿Qué tienen de especiallas suyas?
Que pongo el corazón en mis manos al atender a cualquier niño. Trabajo hace tiempo en los servicios de Gastroenterología pediátrica de Trinidad. Cuando los padres llegan aquí, vienen muy ansiosos porque los niños han tenido muchas diarreas líquidas, vómitos; entonces, a medida que se les aplican los medicamentos van reanimándose y yo les canto, los animo. Hay inyecciones que duelen más que otras. ¿Quién no llora con un Rocephin?; pero, bueno, aun así hay padres que me preguntan: ‘seño, usted no trabaja el domingo, ¿por qué no viene a inyectarme al niño?’. Y cuando llega el momento del alta le dicen a su hijo: ‘dale un beso a la rubia que ella te cantaba barquito de papel’.
¿Cuánto le dura la energía de ese beso?
Una eternidad. Por eso no tengo fijada la fecha para dejar la enfermería, mucho menos a los niños.
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