Brasil, la nación latinoamericana más poblada y desarrollada industrialmente, la más extensa y clasificada como la octava economía a nivel mundial, resulta, por su peso específico, un factor trascendente en la arena internacional actual, cuando se trata de instaurar un equilibrio multipolar entre el este, liderado por Rusia y China al frente del Grupo de Shanghai, y el oeste, con Estados Unidos y sus vasallos de la OTAN, más Japón, en el lado opuesto de la balanza geopolítica y geoestratégica.
A lo largo de muchos decenios, desde la asunción al poder de la dictadura del general Castelo Branco en 1964 y su rumbo neoliberal en lo económico, impulsando un desarrollismo al estilo del dictador español Francisco Franco, se fue cocinando el Brasil actual, que fue evolucionó hacia un gobierno democrático cuando aquel régimen militar agotó sus posibilidades, dejando el poder en manos del civil José Sarney —1985-1990—, el vice que asumió la presidencia a raíz de la muerte del gobernante electo, Tancredo Neves.
Es decir, que en Brasil el regreso a la democracia burguesa sobrevino tras el desgaste del régimen golpista en una América Latina donde las dictaduras pasaban a mejor vida por su menor capacidad para afrontar las crisis económicas, como las sobrevenidas después del boom neoliberal de los años 70 y 80 del pasado siglo y el llamado “milagro brasileño”.
Surgió así, entre la diversidad de las múltiples fuerzas políticas emergidas, una gran cantidad de partidos situados a la izquierda del espectro político, pero también al centro y a la derecha. Despuntó entre los primeros el Partido de los Trabajadores del Brasil (PT), liderado por el obrero industrial y líder sindical Luiz Inázio Lula da Silva, quien, tras dos intentos fallidos de llegar a la primera magistratura, fue finalmente electo y ocupó el poder entre el 2003 y el 2011.
Sin embargo, el PT heredó un país profundamente corrompido por los regímenes neoliberales que sucedieron a la dictadura, de los cuales el peor fue el del derechista Fernando Collor de Melo —1990-1992—, destituido a los dos años de mandato por corrupción, evasión fiscal y desvío de capital a paraísos fiscales.
Dentro de los errores y fallos del PT en el poder se sitúan su impotencia o falta de voluntad para llevar a fondo una política efectiva contra la corrupción institucionalizada de políticos y burócratas en el aparato del Estado, y la misma incapacidad para persuadir a las masas beneficiadas por el lulismo, de que precisamente le debían su progreso y bienestar al gobierno de izquierda de Lula y no a sus ruegos a Dios, como no pocos encuestados alegaron.
Otros errores muy costosos han sido que en los 13 años de gobiernos petistas Lula y su sucesora, Dilma Rousseff, no lograron transformar la cúpula de las Fuerzas Armadas, para propiciar el ascenso de oficiales progresistas de ascendencia humilde, ni tampoco pudieron —si acaso lo intentaron— hacer más democrático y equitativo el sistema judicial y la integración del Tribunal Supremo de Justicia
Súmese a lo anterior el hecho de que, a pesar de los altos índices de popularidad de Lula da Silva como figura cimera, electa con el 61 por ciento de los votos en el 2003 —quien dejó el palacio de Planalto en el 2011 con un inédito 83 por ciento de respaldo ciudadano—, su partido nunca logró gobernar en solitario, puesto que sus legisladores en el Congreso nunca fueron mayoritarios, lo que obligó al presidente a hacerlo en coalición con otras fuerzas políticas de izquierda, centro e, incluso, de centro-derecha.
Quizá precisamente esa dualidad del poder efectivo con intereses divergentes, con los cuales a menudo hubo contradicciones, restó las fuerzas necesarias al PT para realizar transformaciones que le hubieran permitido luego sobrevivir al embate de la derecha y la ultraderecha desde los tribunales y el ejército, pues, según se ha visto después, mientras unos quitaban a Lula de la puja electoral, metiéndolo en prisión, el otro ha apoyado al candidato neofascista Jair Bolsonaro por diversas vías, incluida la amenaza de un golpe de estado.
Toda la situación creada ha llevado paulatinamente a una situación en la cual la mayoría de la población detesta por igual al estamento político en su conjunto, sin hacer excepción con el PT, pues durante sus mandatos hubo numerosos casos de corrupción que implicaron a figuras prominentes de sus aliados partidistas, los cuales, utilizando su poder en la Cámara y el Senado, promovieron el juicio de impeachment contra la presidenta Dilma Rousseff, cuando esta se propuso en el 2015 llevar adelante la operación Lava Jato, que tenía entre los investigados a muchos de esos congresistas corruptos.
Con la deposición de Dilma en el 2016, facilitada por sus medidas de corte neoliberal para calmar a sus aliados de derecha, mientras provocaba la pérdida de apoyo a su gobierno en las bases populares del PT, se abrió la caja de Pandora de un período plagado de riñas políticas, inestabilidad social, ingobernabilidad y crisis económica creciente, que el gobierno usurpador de Michel Temer, del Movimiento Democrático Brasileño, ha tratado de paliar con medidas neoliberales que ahondan la crisis del país y golpean, más que a otros, a los más pobres.
Y es aquí donde surge Jair Bolsonaro, un exmilitar con ideas retrógradas, que ha pertenecido a diversos partidos políticos, es un adorador de los tiempos de la dictadura —1964-1990—, detesta a las mujeres, a los negros, a los pobres, a los indios y a los gays, y es enemigo del aborto, entre otros signos de mentalidad neofascista, ideología que, además, ha asumido públicamente y a todo volumen.
Con Bolsonaro, la lógica clásica deja de funcionar, pues si las crecientes desigualdades entre los más pobres y los más ricos se han ahondado de forma indecente, si la corrupción ha alcanzado niveles astronómicos, si cada día pasan a la pobreza cientos o miles de los pobres que en su momento fueron sacados de la miseria por los gobiernos de Lula y Rousseff, la salida debiera estar en un gobierno progresista con un programa de beneficio social, cuando lo que se está imponiendo es lo contrario, porque en la primera vuelta de las elecciones no ganó el marxista Fernando Haddad, sino el fascista Bolsonaro, y por amplio margen.
Para muchos, incluido este redactor, el momento político en Brasil recuerda demasiado los prolegómenos del ascenso de Adolfo Hitler al poder en 1933, en Alemania, llamado a gobernar por el presidente, mariscal Paul von Hindenburg, héroe de la Primera Guerra Mundial, en medio de una serie de revueltas políticas e intrigas, exacerbadas por los nazis y su partido nacional socialista, que, con el apoyo de los principales grupos económicos del país, se lanzó al asalto del poder utilizando métodos terroristas a inicios de los años 30 del pasado siglo.
En aquella ocasión, Hitler aprovechó la frustración, penurias económicas y odio provocada en el pueblo alemán por la derrota de su país en la conflagración; los términos leoninos del acuerdo de paz impuesto por medio del Tratado de Versalles —impulsado por Inglaterra y Francia—, la inestabilidad interna y el fraccionamiento de la izquierda entre socialdemócratas y comunistas, para presentarse como el salvador de Alemania y la última esperanza frente al avance del “coco” comunista representado por la URSS.
Los efectos de la crisis capitalista de 1929, que golpeó con fuerza colosal a los Estados Unidos, sostenedor económico de Alemania por medio de los planes de apoyo Dawes y Young, agravaron aún más la situación interna, propiciando el ambiente para el convencimiento del pueblo y de parte del gobierno y la industria, en la necesidad de un cambio radical, una “cura de caballo” que, a su modo de ver, solo Hitler y su partido nazi podían realizar. Aquel fue el preludio de la peor dictadura en la historia de la humanidad, un experimento que condujo a una guerra que costó 50 millones de muertos e infinitas destrucciones y crímenes.
De momento, lo que se deduce es que si el próximo 28 de octubre emerge triunfador el también llamado Bolso-Nazi, amigo y simpatizante confeso de Donald Trump, llegará con él una desgracia incalculable para América y para Brasil, donde ocurrirá, como en la Alemania de los años 30, una eliminación radical de las libertades civiles, un régimen autoritario que privatizará el país —aunque sumiso a los Estados Unidos—, el cual ensayará una política dura hacia Rusia y China, sus dos principales asociados en el grupo BRICS, lo que probablemente provoque su salida, convirtiéndolo solo en RICS.
En el plano regional, la posición hostil de Brasilia hacia Venezuela puede llegar al acoso y la agresión armada, coaligado con el gobierno de Colombia y con el apoyo e instigación de Estados Unidos, para intentar dar el tiro de gracia a la patria de Bolívar, lo que puede sumir a toda la América del Sur en un conflicto armado con potencialidades similares a las de una chispa en un polvorín, pues no se descarta una guerra civil local e incluso a nivel del sur del continente.
Como los huracanes en su desarrollo, el fenómeno Bolsonaro cuenta con condiciones propicias en el entorno regional, con regímenes que como los de Macri en Argentina, Piñera en Chile y Duque en Colombia, son también de ultra derecha y adoradores del “Dios” Trump, lo que allana el panorama para una “tormenta perfecta”.
Entretanto, la izquierda, ¿qué hace? Se sabe que el jefe del Partido Socialista Brasileño (PSB), José Serra, ya dio su apoyo a Haddad para la segunda vuelta, y que el líder del Partido Socialista Democrático Brasileño (PSDB), Fernando Henrique Cardoso, descartó dar su apoyo a Bolsonaro, lo que deja la puerta abierta para un acuerdo más o menos explícito con el exalcalde de Sao Paulo.
Entretanto, se crispan posiciones en un país ya de por sí polarizado, en el que los sectores tradicionales se alinean contra el neonazi, so pena de que este se adueñe del Planalto y desde allí los deje fuera o los elimine, como procedió Hitler con las demás fuerzas políticas, cuando un día aciago de 1933 se hizo con el poder y convirtió Alemania en una máquina horrorosa de terror, agresión y crimen. Un Frankenstein que empezó por atacar incluso a sus creadores.
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