Casi al borde de la costa, ganaderos de la Empresa Agroindustrial de Granos Sur del Jíbaro, de La Sierpe, ajustan lazos, espuelas y monturas para asumir un oficio poco común
Si hubiera Luna llena, la costa sur se dibujaría en los ojos de los monteros, quienes plantaron la fogata en el terraplén, rumbo a El Pocito, en los arrabales de La Sierpe, allá por Romero. El chispeo de la leña alumbra a retazos los rostros de Liusbel, Yuyo, Ñico, Yoandy y del resto de la tropa, presta para la caza de búfalos apenas claree.
Como siempre, los hombres se alejan de los trillos, hechos a casco puro por las bestias; por ahí salen en la noche en busca de hierba al otro lado del camino. Pero al retornar a sus escondites, la “cordillera”, a base de ganaderos y caballos a lo largo del terraplén, les cortarán el paso. Para mantener a raya los búfalos, habrá que sonar hasta latas, y ese rechinar despertará los guariaos de la llanura.
La prudencia aconseja esperar el amanecer para la captura; mas, desde que “los muchachos ven un búfalo en la noche parecen perro amarra’o; si los dejas, le van arriba”, comenta Vladimir González, especialista de la Empresa Agroindustrial de Granos Sur del Jíbaro.
Solo quedará matar el tiempo junto a las brasas de la fogata. Y por más que les den la vuelta, los monteros de la Unidad Empresarial de Base (UEB) Heriberto Orellana siempre paran en la misma historia: el día en que tuvieron la muerte “ahí mismitico”, como dicen.
“Hace días me las vi negras en El Macío”, recuerda Liusbel Álvarez Ríos, quien nació montado en un caballo. El búfalo dio un halón que le arrancó la montura, y el hombre se desplomó sobre el potrero. El animal, que cayó de frente hacia el montero, clavó las patas delanteras en la tierra, “salió a 100 kilómetros pa’ cogerme y me dije: ahora sí me mataron”.
A sombrerazo limpio, Ñico (Antonio García Sánchez) espanta los mosquitos, que se le cuelan hasta por los botones de la camisa. Asegura que su primer susto lo tuvo en un sitio que únicamente aparece en la geografía de los monteros: La caguacera. Cuando el búfalo quedó desparramado en el suelo, este santiaguero, aplatanado en Peralejos, iba pisándole los cascos.
“El animal se levantó y viró en U como un buldó; le enterró los tarros al caballo por la barriga y le sacó el mondongo. ¡Uffff! El susto no es en ese momento; viene cuando pasan dos o tres horas y cuando estás acostado en la casa”.
Hace más de 20 años que estas anécdotas corren de boca en boca entre los monteros de la UEB Heriberto Orellana, así como de las Unidades Básicas de Producción Cooperativa Sur del Jíbaro y de Mapos, desde que la dirección de la empresa determinó capturar los machos adultos.
La detección de un foco de tuberculosis en la zona en el 2003 encendió la alarma, y sobrevino la orden de sacrificar toda la masa, aclara José Luis García, director de Ganadería de la empresa.
Pero quizás haya más búfalos que jejenes en esa costa sur. Cada año, los ganaderos cazan entre 700 y 1 000 animales; sin embargo, “los muy condena’os se reproducen como las ratas”, ilustra Yoandy Domínguez Fonseca, al frente de la brigada de Romero, mientras también calienta las horas de espera al lado de la fogata.
En 1992 comenzó en La Sierpe la historia de estos animales, traídos desde la Empresa Pecuaria Genética Los Naranjos, de Artemisa, y ubicados en la granja Botijuela, en la entonces Pecuaria Ceba Sur. Allí los búfalos, en su mayoría de la raza Pantano, parecían leones en jaula; “su control se hacía insostenible”, advierte José Luis. Rompían las cercas; obstruían la vía, se acercaban a los bateyes, devoraron sembradíos de plátanos…
Ese año, se decidió trasladarlos a Romero, donde la alta natalidad se confabuló con la inadecuada atención a la masa. Cercas al piso, estragos por doquier. Diques rotos, arrozales devastados… “Aunque eso ha mejorado, cuando esos bichos se envician en un campo, te lo chapean ‘a rente’”, subraya el jefe de Producción de la UEB, Luis Enrique Sánchez Hernández.
Patato —así lo llaman por toda la comarca— refiere, además, que después del sacrificio de los búfalos en la losa sanitaria de El Recurso, sus carnes son trasladadas para la UEB Toricuba, en Guasimal, lugar de procesamiento de acuerdo con las normas de Veterinaria. De allí salen, básicamente, en forma de embutido y picadillo, destinados a la venta en ferias y al consumo en los comedores de la empresa de La Sierpe.
Este guajiro, conocedor de la cacería de búfalos, dice que los monteros empatan dos lazos para maniobrar mejor al animal y estar más lejos del peligro, como le sucede ahora mismo a Yunior González Hernández (Yuyo), que tira resueltamente el cordel grueso en busca de los tarros del búfalo.
—¡Te tengo, carajo!
Pero como el búfalo es roble duro, Liusbel tiene que secundar a Yuyo. El animal se encabrita. Hacen falta más monteros; ahí están Ñico, Yoandy. Sus lazos cortan el aire y se tensan por los estirones del cuadrúpedo, que jadea, que se retuerce como culebra hasta que sus patas quedan rendidas en el fango.
Con lentitud, la bestia sube los tarros en señal de vida; los monteros la conducen a un marabú, de la época de Colón, y de allí la atan con un rejo. Solo después, Yuyo y su cabalgadura respiran.
“Como ven, al caballo podemos perderlo en minutos, pero hacerlo cuesta mucho trabajo —señala Yunior—. Esa es la vida de uno aquí en la costa. Esos bichos ya me han mata’o dos. El primero fue en una ‘tumba’ de arroz. Cuando el búfalo le metió el tarro, lo levantó y me lo tiró arriba. Estuve como 15 días con una rodilla chivá. La suerte fue que un compañero lo voceó y entonces le cayó atrás a él”.
La solidaridad es ley entre los monteros, aunque no aparezca escrita en ninguna parte. Mejor así. Gracias a ese mandamiento natural, quienes han ido de captura siempre han regresado a casa con vida y al otro día han vuelto a colgarse las espuelas a las botas. “Si hay alguna negligencia, se conversa con la gente”, recalca Domínguez Fonseca, el jefe de la brigada, cuyos integrantes viven casi todos en San Carlos.
En días de captura, salen del poblado alrededor de las doce de la noche en una carreta hasta las instalaciones de la UEB en Romero, donde ensillan los caballos, para luego atravesar potreros hacia el sitio de cacería. Rara vez fallan en su elección por aquella filosofía montuna de que cuando el majá sube al palo, el palo tiene jutía.
A cada búfalo cogido —al que los ganaderos intentan no maltratar— lo amarran con el rejo al tronco cercano que más resista, y vendrán por este la jornada próxima. El ritual para subirlo a la carreta-jaula no es menos riesgoso. Ni cuatro lazos en los tarros a veces parecen suficientes a la hora de arrimarlo al transporte, entre los ladridos de los perros y el voceo de los hombres, encajados en sus monturas.
Cuando el animal queda detrás de la carreta, monteros con brazos de lince le enlazan las patas y lo tumban, como hoy, en que los resoplidos del búfalo casi revientan la grabadora de los periodistas.
—¿Qué usted le está haciendo ahora?, indagamos.
—Zafándole los lazos; ahí le pongo el cable para que el tractor hale al animal después.
—¿Para subirlo a la carreta?
—Sí; pero póngase para atrás.
A decenas de metros, una voz venida casi desde el marabuzal…
—Enriqueee, ven para acá, muchacho.
Es Arelys, mi compañera también en esta aventura reporteril.
Uno a uno, la brigada logra trepar los animales en una verdadera puja, aún más al borde del mediodía, hora en que la mona no carga la hija, al decir de Patato.
Con cinco búfalos en su lomo herrumbroso y pestilente, la carreta ya parte por el terraplén hacia el matadero de El Recurso; tras esta, los monteros van a galope, hasta que se les pierde de vista. Y en ese instante, El Diablo, el caballo de Liusbel, se levanta sobre sus patas traseras en ademán de triunfo.
Hola quisiera saber si es posible adquirir de estos toro y vacas para una finca , gracias.
Si permitieran el sacrificio y venta de las carnes del búfalo atrapado,estoy convencido que partirían decenas de cazadores en safari desenfrenado,en franca emulación con el mítico Hemigway, hacia los matorrales costaneros y pondrían punto final a los episodios de estos rumiantes jíbaros.