El último mes del año provoca cierto alboroto físico y mental quizás como ningún otro período del calendario y puede comprobarse lo mismo en ciudades, pueblos o bateyes de Sancti Spíritus, por no decir de Cuba
También en diciembre el espíritu se sobrecoge cuando miramos lo acontecido en el año, bien con la lupa puesta sobre sorpresas y éxitos, e inevitablemente y tal vez con más peso al revivir penas y vendavales que abrieron el cielo sobre nuestras cabezas y dejaron cierta amargura que no se irá con la música del 31.
Porque se mezclan en este duodécimo mes lo humano y lo divino, desde compartir una buena botella de ron y puerco asado con seres queridos hasta recibir llamadas telefónicas desde los confines del mundo donde alguien se acuerda de nosotros y nos desea un agradable fin de año.
A estas alturas no se nos ocurre cuestionar que la mayoría se aprovisione de abundante comida; sin embargo, pareciera que diciembre trae cierta dosis de violencia, quizás no literal, pero de alguna manera se figura en el apremio de la mayoría por agenciarse durante los últimos días del año e inicios del próximo un banquete opíparo, como un talismán de augurio para la prosperidad, e incluso como si se estuvieran viviendo los últimos días de la vida y no del año.
Precisamente, uno de los mayores peligros de estas celebraciones consiste en que se juega con la propia salud, y pudieran entenderse estas palabras como de aguafiestas, pero basta ir al cuerpo de guardia de cualquier policlínico u hospital comenzando el nuevo año para comprobar diabéticos e hipertensos descompensados, úlceras y gastritis en crisis, un panorama que bien confirman los especialistas de la Medicina. Y todo ello tomando en consideración solo el exceso de comida, porque la ingestión de bebidas alcohólicas constituye un capítulo aparte.
Que hay que celebrar, no lo dudo; cada quien sabe cuánto se dejó en el camino. “Yo me canto y me alabo a mí mismo”, escribió el magistral poeta norteamericano Walt Whitman (1819-1892), y lo traemos a colación porque cuando un año concluye no pocos nos sentimos vencedores de alguna batalla. Pero zambullirse en el ron sin medida nunca me parece una actitud aconsejable, alcohol y hartura pueden ocasionarnos más daños que placer.
En cambio, reservar un poco de sobriedad permite que nuestra mente reaccione con mejor claridad ante situaciones inesperadas, y casi siempre hay niños correteando mientras los adultos disfrutan. Por otro lado, una vez que la bebida transforma la conducta hasta el ser más noble puede convertirse en otro ser coyuntural y la experiencia de quienes han vivido más siempre recuerda que las desgracias no se anuncian.
Para colmo mayor, después de haberse pasado de tragos siempre alguien se sienta tras el timón para demostrar que todavía falta percepción de riesgo en cuanto a los accidentes, por mucho que se repita a través de los medios de comunicación masiva. Realmente, a las indisciplinas de los choferes y a las vías en mal estado no hace falta agregarles aliento etílico, las estadísticas del 2018 lo demuestran.
Sirvan estas palabras reflexivas como aliño a las cenas que se avecinan y, por qué no, también para los meses venideros. Mantengamos la vigilia sobre los peligros y también con el freno sobre los excesos para que ningún error empañe el deseo de recibir el 2019 entre bailes y cantos o sencillamente haciéndoles culto a la paz interior y al amor familiar.
De Walt Whitman “Una hoja de hierba “ , se los recomiendo , y saquen sus propias conclusiones