Aquella madrugada las punzadas bajo vientre despertaron a Lina. Antes, había acomodado la barriga inmensa a los moldes de esa cama de hierro, había dejado a Ángela María y a Ramón Eusebio durmiendo en la cama contigua y hasta se había levantado calladamente, sin quejido alguno, para que don Ángel no notara su ausencia en la almohada de al lado.
Cuando la comadrona llegó con las tijeras y los hilos y las agujas en la cartera, ya el agua estaba hirviendo y Lina se aferraba entre resuello y resuello hasta de los balaustres de la ventana del altillo, esa especie de cuarto donde dormían. Justamente a las dos de la madrugada del 13 de agosto de 1926 el llanto del pequeño de 12 libras despabiló al batey.
—Se llamará Fidel Alejandro, le había adelantado Lina a Ángel, sin saber siquiera que ese nombre sería camuflado por otros —cuando la guerra obligó a esconder identidades—; pero que trascendería desde entonces.
Crecería silvestre entre tanto animal que se cobijaba bajo los pilotes de la casa, entre tanto naranjo florecido, entre tantas vallas de gallos, entre tantos hombres que trabajaban en la finca y desgranaban gratuitamente historias.
Sería acaso por esa vocación suya de saber siempre que prefería desde pequeño la parte trasera del hogar, donde las habitaciones se ensanchaban de más y en las que los olores de la cocina se confundían con el aroma del tabaco del padre. Allí iba casi siempre a pedir hielo, más por deslumbramiento que por sed, solo por el placer de ver cómo sacaban aquellas piedras blancas que traían desde Marcané —el batey del ingenio— de la nevera de madera. No era su única obsesión, igual le espoleaba la curiosidad el anaquel lleno de pócimas donde resaltaba esa etiqueta en la que se veía un hombre con un pescado a cuestas y en la que él ni imaginaba que se leía: Emulsión de Scott.
Las mismas ínfulas de sapiencia que azuzaría en aquella aula multigrado de la Escuela Rural Mixta No. 15, de Birán. Dicen que allí daba vuelos a su imaginación lo mismo para adentrarse en las historias enseñadas a grados superiores que para ensimismarse mientras hablaba Engracia, su primera maestra y su primer amor infantil.
Era pura rebeldía. Tanto, que de vez en vez le propinaba esa sarta de palabras haitianas a la rígida Eufrasia Feliú Ruiz, la entonces profesora, para rebelarse contra el castigo inmerecido. Por eso, se cayó encima de la caja de madera y hasta se clavó una puntilla en la lengua, mientras salía despavorido corriendo por la ventana del fondo para huir de la reprimenda de Eufrasia.
No lo hacía por malcriadez; aquel espíritu indómito se había ido espoleando de a poco: en las andanzas por la finca a la zanca del caballo Careto —donde más de una vez emborrachó a los patos con maíz y alcohol—, en las cacerías con los tirapiedras improvisados junto a los muchachos del batey en las que muchos andaban descalzos y pocos en zapatos, en las historias narradas por Antonio García, el cocinero de la casona al cual su padre tildaba de comunista…
Para cuando aquel muchacho larguirucho llegaba a la Universidad con un traje anticuado que provocó las risas de unos cuantos, ya había pasado por el Colegio de los Hermanos La Salle; ya había despuntado en el Colegio Dolores de la Compañía de Jesús debido a su predilección por las historietas, la Geografía y la Historia y ya se había graduado de bachiller en el Colegio de Belén. En su expediente el Padre Llorente había dado cuerpo en letras a la misma incitación que tiempo atrás le hiciera César Álvarez, el tenedor de libros de su natal Birán, al conminarlo a dedicarse a la abogacía. El sacerdote escribiría: “Ha sabido ganarse la admiración y cariño de todos. Cursará la carrera de Derecho y no dudamos que llenará con páginas brillantes el libro de su vida. Fidel tiene madera y no faltará el artista”.
Sería el otro renacer: el de desafiar en todas las tribunas, el de encarársele a la muerte en más de una oportunidad, el de encarcelamientos, el de apostar por las causas en las que creyó siempre, el de luchar hasta el último de sus días por sus ideales.
Llevaba el monte hasta en el traje. Y ni en aquellos días rebeldes ni luego, cuando ya era un mito y un héroe para el pueblo que liberó, pensó en agasajos. Desde mucho antes, poco tiempo tuvo para celebrar con los suyos. A Birán regresaría de vez en vez, a destiempo y el 13 de agosto podía sorprenderlo, hacía años ya, lo mismo discursando largas horas que analizando temas mundiales que reacomodando los destinos de esta isla.
Pocas veces se le vio delante del cake con el cuchillo entre las manos para cortar un pedazo. No eran un regalo, para él, los festejos. Lo hizo, raras veces, en aquel capitalino Palacio de Pioneros, donde el desenfado infantil vitoreó hasta ¡Felicidades!
Y las imágenes de hoy se resumen a fotografías que lo muestran encanecido ya y los homenajes llegan, calladamente, en el rehacer cotidiano, que es también una forma de honrar.
Quizás, este otro 13 de agosto de ausencias físicas retornen en torrente los recuerdos y allá en Birán hasta el aire se interne sin avisos por los postigos de la casa, como noventa y dos años atrás, cuando el viento presagiaba vendavales por venir sin sospechar siquiera que aquella madrugada estaba dando a luz a un héroe.
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