En el país donde al mandatario golpista Michel Temer se le aplaza la investigación de actividad corrupta con el cínico e insólito argumento de “exceso de pruebas en su contra”, la decisión por seis votos contra cinco del Supremo Tribunal Federal (STF), de negar el recurso de hábeas corpus al expresidente Luiz Inacio “Lula” da Silva, aparece como lo que es: una burla descomunal contra la legalidad, las buenas prácticas democráticas y al pueblo de Brasil.
Para los no entendidos en materia legal y argucias jurídicas, el triste espectáculo de la noche del miércoles 4 de abril, transmitido por la multinacional Telesur, fue una especie de circo romano, donde seis magistrados de ese tribunal, haciendo uso y abuso de la expresión “con todo respeto” para exponer sus argumentos leguleyescos, de forma y de procedimiento — que no de contenido— se alternaban en el uso de la palabra para incurrir en el mayor irrespeto posible al tratar de justificar lo injustificable: mandar a prisión al político más querido del país suramericano.
En ese mismo circo, la actuación de la presidenta del STF, Carmen Lúcia, recordó la del tristemente célebre Fouché frente al parlamento francés, cuando decidió, con su voto oportunista y calculador, la suerte del rey Luis XVI y de la reina María Antonieta, ambos sometidos a la guillotina. Solo que en su país, Lula es un héroe popular que fue presidente obrero, y no un monarca corrupto y débil.
Se dice que, previa a esta vista judicial, fue la presión de algunos militares de alta graduación, los cuales vertieron amenazas por las redes sociales de que podrían dar otro cuartelazo como el de 1964, si Lula no es enviado a prisión, lo que decidió a la titular del STF a inclinar la balanza por la negativa del habeas corpus.
La señora Lúcia remarcó su protagonismo decidiendo con su voto, precedido de una sarta de falacias y enredos idiomáticos. Saltó a la vista que allí no se hablara de pruebas de culpabilidad ni de elementos probatorios, sino solo en términos de circunloquios legales.
Por si fuera poco, la decisión forzada por Carmen Lúcia significa una violación de la Constitución vigente, la cual establece que, sometido a juicio, un acusado no puede ser internado en prisión hasta tanto concluya todo el proceso en la máxima instancia a la que este puede apelar, de manera que, en este caso, se ha hecho excepción al derecho de todos los ciudadanos de Brasil de no ir preso hasta no ser probada y juzgada su culpabilidad.
Pero, ¿cómo es posible que en un país permeado por la corrupción más galopante se juzgue y encarcele sin pruebas al gobernante que más hizo por su pueblo desde la independencia en el período 2003-2010, y se deje libres a los corruptos que hoy detentan el poder en Brasil?
Es opinión generalizada que después del golpe de estado parlamentario ejecutado contra la ex presidenta Dilma Rousseff, la presente persecución contra Lula da Silva viene a ser la segunda parte de ese cuartelazo institucional que siguió el guión de los realizados contra el hondureño Manuel Zelaya (2009) y el paraguayo Fernando Lugo (2012). Más aún, se piensa que si Lula no hubiese optado por competir por un nuevo mandato presidencial, el presente proceso en su contra nunca habría tenido lugar.
Es sabido que por los días del impeachment contra Dilma estaba en su apogeo la persecución a los corrompidos a través del proceso Lava Jato, que, por razones lógicas, priorizaba en sus pesquisas a los políticos del Partido del Trabajo del Brasil (PT) de Lula y Dilma, mientras pasaba la mano y trataba por todos los medios de dejar fuera a otros como el corrupto líder de la Cámara Baja Eduardo Cunha, y al no menos podrido senador Aecio Neves, a quien precisamente salvó en su momento Carmen Lúcia.
Pero ocurrió que Lula trató de volver al palacio de Planalto para poner de nuevo sobre sus rieles democráticos al país descarrilado por la derecha, para que se volcara contra él toda la maquinaria mediática y judicial de la oligarquía brasileira, tan ligada a capitales extranjeros, principalmente norteamericanos.
Como de otra forma no podían impedirlo, salvo asesinándolo, en el desespero por evitar que Lula volviera a la presidencia, empezaron a lloverle acusaciones de corrupción por presunto lavado de dinero y aceptar sobornos de la constructora Odebrecht.
Así, sin pruebas concretas y tangibles de culpabilidad, el juez Sergio Moro, un servil instrumento de la oligarquía, condenó a Lula en julio de 2017 a nueve años de prisión, sentencia que en enero del 2018 sería ratificada y ampliada a 12 años y un mes de reclusión carcelaria por el Tribunal Regional Federal de la Cuarta Región, en Porto Alegre.
La prisa por encarcelar a Lula, el cual debe entregarse en la tarde de este viernes 6 de abril a las autoridades policiales, responde al avanzado proceso político rumbo a las presidenciales, en el cual las encuestas atribuyen al candidato del PT una intención de voto superior al 40 por ciento, cifra que supera ampliamente las de sus más cercanos contendientes.
De momento, ha habido una gran repulsa a la farsa jurídica por parte de personalidades y organizaciones progresistas, como el presidente venezolano Nicolás Maduro, el ex presidente ecuatoriano Rafael Correa y el candidato presidencial colombiano Gustavo Petro, entre otros.
Sin embargo, en el plano interno, y según el periodista argentino Martín Granovsky, citado por Sputnik, “hasta ahora lo que muestra Brasil es que hay una aceptación pasiva de Lula cada vez mayor que lo haría ganar en primera y en segunda vuelta, pero esa aceptación no se traduce en una pelea activa ni por sus derechos ni por los derechos de sus votantes», apuntó el analista.
En contraste, ojalá se cumpla la perspectiva del ex alcalde de Bogotá, Petro, cuando plantea en su tuit que “solo la reacción del pueblo brasileño puede detener el asesinato de la democracia”.
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