La partida física del periodista Rafael Daniel este viernes motiva diversas reacciones entre amigos y colegas.
Lo escuché nombrar por primera vez entre risas, cuando, recién llegada a Sancti Spíritus, me hicieron la historia del tipo carismático, periodista de la TV, que en plena sala de teatro respondió a viva voz desde el escenario: “¡El coño’ e tu madre!” a alguien que le jugó una broma al llamarlo Bizco en medio de su ardorosa interpretación.
Creo que nunca le molestó el mote, pero aquello de provocar carcajadas en público a su costa al parecer fue demasiado para Rafael Daniel. Ni idea tenía yo cuando me lo pintaron de modo tan simpático de que el periodismo nos uniría. Al llegar a Escambray, órgano del que era fundador, ya él se desempeñaba en otro medio de prensa.
Lo vería en coberturas disímiles, entre las que se me grabaron más aquellas realizadas en los duros años del Período Especial. Leería su nombre una y otra vez en los pliegues amarillentos del entonces diario, cada vez que concebía el recuento del espacio Cartas de los lectores. Le nacería una hija contemporánea con mis dos gemelas y sería Rosario, su esposa, la persona que me abrió, en mi propio centro laboral, la cuenta bancaria por descuento de nómina que aún conservo. En medio de todo, asistiría desde la pantalla de mi televisor a sus frecuentes pases al NTV desde la tierra del Yayabo, con aquella voz tan sui géneris y con un preciosismo que no todos sabían captar.
Pero el momento que más acercaría mi vida a la suya estaría marcado por una pasión común mayor. Por esos azares del destino presencié, entre otros integrantes del equipo de prensa, el diálogo que sostuvo con Fidel en Banao, tras un encuentro con directivos de la empresa agrícola. Sería de ahora o nunca mi impulso de abrazar al líder, y terminó venciéndome el impacto del hombre alto, pecoso, de rosado pecho, manos finas y hablar bajo, cuya imagen, siempre que evoco aquel momento, asocio con la de Rafael Daniel. Es que mientras hablaba, Fidel de vez en vez colocaba su índice en el pecho de mi colega.
La plática iba nada más y nada menos que sobre destino de la grabación de audio y video de aquel día —Rafael Daniel explicó que tendría que viajar a Santa Clara—, de modo que al término de la misma sobrevino el encargo a la máxima dirección del Partido en la provincia de analizar el costo para abrir aquí “un estudio donde editar”. Sería el hoy canal Centrovisión.
A principios de febrero pasado llamé al hospital habanero Hermanos Ameijeiras. Tras numerosos intentos, logré contactar, como parte de un trabajo periodístico que involucraba su especialidad, con Antonio Paz, jefe de los servicios de Otorrinolaringología y al frente del Programa Nacional de Implantes Cocleares en Cuba. Minutos después sonó el timbre de la extensión telefónica junto a mi asiento en el salón de reporteros. Alguien, desde lo lejos, me hablaba cariñosamente y yo al principio no reconocí la voz. Era Rafael Daniel, que se encontraba, en calidad de paciente, en la sala de aquel mismo doctor.
Fui a visitarlo a su regreso. Hablamos de Tony, su médico y amigo; de sus malestares, de su pasión por los trabajos de corte histórico. Luego vino otro ingreso. Malos presagios. Llamadas a la sala de Otocirugía, primero, y de Ictus, después. En medio de todo, el malentendido: no tenían a ningún paciente nombrado Rafael Daniel. Solo cuando rectifiqué su nombre, José Rafael Hernández Castellanos, logré el escueto reporte. Otro día, una voz amiga, espirituana, abundó en detalles. Hacían todo, me dijo, para salvarlo, pero no lo tenían nada fácil.
Después fui a verlo a su casa en dos ocasiones más. La familia toda e incluso numerosos amigos y compañeros de trabajo seguían de cerca su evolución. Y sucedió en una madrugada de presagios raros. Camino al trabajo alguien me detuvo e indagó por el amigo común. Mi información no se actualizó hasta llegar a Escambray, donde Lydia Coello, corresponsal voluntaria del periódico y compañera de aula en los estudios de Periodismo de Rafael Daniel había dejado sus condolencias en su llamada desde Cabaiguán.
“Mira que lo chivábamos en aquellos encuentros cuando escribíamos para Vanguardia. No hace tanto se me apareció aquí y me gritó desde el pasillo”, me dijo una vez que volvió a comunicarse. Y yo, con los sentimientos nublándome los ojos, escribí el titular de la crónica que solo ahora, al cabo de las horas, consigo hilvanar. Me da vueltas en la cabeza desde aquel día de febrero pasado, cuando procurando que cayera en cuenta, al escucharme la pregunta: “¿Rafa?, ¿qué Rafa?”, me espetó, emocionado: “¡El Rafa, coño, Rafael Daniel!”
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