Proferir palabras que la norma estima indecorosas tiene su correlato en conductas como poner música ensordecedora sin que importe el vecino; echar basura en la calle o en el río; arremeter vandálicamente contra bancos y luminarias del parque o el teléfono monedero de la esquina…
Las palabras relacionadas con el sexo y algunas funciones fisiológicas excrementicias han sido, y son, objeto de interdicción en las lenguas. Para sortear el tabú los hablantes acuden a circunloquios y eufemismos, es decir, expresiones de más prestigio o decoro. Mis abuelos, por ejemplo, decían las partes, hacer una necesidad o dar del cuerpo.
Recuerdo también que ni siquiera en el ámbito familiar los niños de mi generación nos atrevíamos a soltar un coño o un carajo, aunque en la década de los 70 hacía rato que en Cuba ambos vocablos habían perdido casi por entero su referencia sexual.
Usados como interjecciones, poco a poco coño y carajo —y aún más sus variantes coñó, ñó, cará, caray, carijo, etcétera— fueron ganando carta de ciudadanía en nuestros espacios públicos, a pesar de lo cual, incluso hoy, nadie con tres dedos de frente las pronunciaría en situaciones donde debamos o queramos ofrecer una imagen de respeto y seriedad.
Digo imagen porque de eso se trata. Las palabras no son buenas o malas en sí mismas, sino por la valoración que les atribuimos, fruto de un consenso colectivo construido histórica y culturalmente.
En el caso de las conocidas como malas palabras, se constata en nuestro país, a través de la simple escucha y observación, el aumento de su empleo en los más diversos sitios y circunstancias, especialmente dos de ellas que, siendo masivo el alcance de Escambray, reproduzco a medias: pi… (órgano sexual masculino) y co… (gónadas masculinas).
Casi seguro que usted las ha oído —o proferido—, bien como meras interjecciones para expresar múltiples estados anímicos, bien integrando locuciones o enunciados de clara intención ofensiva, en una cola enmarañada, en centros gastronómicos y recreativos, en trifulcas domésticas o callejeras… y hasta en instituciones educativas.
Aunque es justo admitir que tanto pi… como co… se emplean, preferentemente, en situaciones informales e íntimas, o de violencia, estrés psicológico y desinhibición asociada al consumo de alcohol, y que la mayoría de las personas —adultas y jóvenes— las siguen evitando en contextos de marcada formalidad o bajo la impronta de diferencias jerárquicas, etarias o sexuales entre los hablantes, es importante reconocer que, en comparación con 20 años atrás, tales vocablos tienen mayor presencia en la esfera pública —incluida la que se desarrolla en el interior de centros laborales y estudiantiles—. Lo afirmo, primero que todo, por mí: de un tiempo a esta parte, sin apenas darme cuenta, se me escapan…
Es evidente que algo en nuestras convenciones lingüísticas está cambiando. Pero más que diatribas y sermones, conviene ahondar en las causas. Sin descartar la posibilidad de enfoques más profundos, opino que el asunto ha de interpretarse en interconexión con las transformaciones económicas, sociales y culturales que han venido sucediendo en Cuba tras la debacle del período especial.
En contrapartida con la pujanza del dólar y el peso convertible, la pérdida del valor adquisitivo del peso cubano ha menoscabado la significación —económica y simbólica— de los empleos, servicios y productos vinculados a esta moneda. Consecuentemente, en las entidades que ofrecen tales servicios y productos (estatales sobre todo) imperan la descortesía, la falta de respeto, el maltrato; señal inequívoca de que en esos ámbitos —preponderantes para el cubano de a pie— se ha resquebrajado la formalidad de las interacciones comunicativas o, según se vea, la informalidad ha conquistado terreno. Esto se ha extendido como una plaga a servicios y productos comercializados en pesos convertibles que se destinan a cubanos —en contraste con los que se brindan a extranjeros—, como las TRD, tiendas Panamericanas, etc.
Una muestra de cuánto se afianza este deterioro en nuestras relaciones sociales es que hasta en los juicios —actos judiciales de proverbial ceremonia— se ha detectado “falta de solemnidad”, según analizó la Asamblea Nacional del Poder Popular en julio pasado.
En un panorama así, lastrado, además, por la carencia de verdadero liderazgo de tantos jefes y administradores incompetentes, y por la dudosa autoridad de muchos maestros, las normas de comportamiento y trato en el interior de numerosos centros de trabajo y de estudio se van relajando, al extremo de que, por ejemplo, las diferencias jerárquicas entre superiores y subordinados no alcanzan una expresión lingüística consecuente. Es el caso de instituciones donde el jefe se dirige a los trabajadores —y viceversa— con gestos, poses y palabras dignas de una valla de gallos, o de escuelas donde el maestro les dice mamita a las alumnas y asere o loco a los alumnos, y, cuando se incomoda, los interpela con mi’jo(a) y otros calificativos que ofenden.
A esto se añade el consumo, generalizado entre los jóvenes, de textos y videos musicales donde la sexualidad se tematiza desde sus aristas visuales y lingüísticas más previsibles y explícitas, así como la difusión constante que de estos materiales se hace desde toda clase de instituciones y en la vía pública, medios de transporte incluidos.
La producción, distribución y consumo de estos productos —a los que debemos agregar los creados por la industria pornográfica— es un fenómeno de alcance mundial. Constituye un avatar posmoderno y mercantil de la irrupción que, en el siglo XX, en la literatura y las artes de vanguardia, tuvieron el cuerpo, el erotismo y la sexualidad, y deviene una de las tantas expresiones culturales —no de las mejores, se sabe— del cambio que en la percepción de estos asuntos ha experimentado gran parte de la sociedad global.
Todos estos aspectos han debido influir en nuestras formas de socialización en la esfera pública, propiciando modificaciones en ciertas normas y hábitos lingüísticos que han hecho posible la aceptación creciente de palabras con clara referencia sexual para la práctica comunicativa en tales espacios.
No olvidemos, asimismo, que muchos prejuicios y estigmas relativos a la sexualidad han ido erosionándose o desapareciendo gracias a la comprensión científica, cuyos saberes desmitificadores se insertan en campañas promocionales de salud o como parte de los contenidos curriculares en la enseñanza general de unos cuantos países —también la de Cuba—. Ni siquiera nuestros padres y abuelos, educados según patrones culturales distintos, han permanecido ajenos a esa mudanza discursiva contemporánea.
Si a usted le parece exagerada la postulación de nexos tan estrechos entre economía, sociedad, cultura y lenguaje, le recuerdo que desde los años 90 y hasta hoy el habla cubana ha puesto en boga la locución tener/haber búsqueda, eufemismo que enmascara la posibilidad de acceder, en determinada plaza o centro laboral, a beneficios extrasalariales mediante apropiación ilícita de dinero y recursos. En igual etapa se originó también la resemantización de los vocablos luchar, lucha y luchador(a), con los cuales el hablante neutralizó el valor despectivo que en un principio tuvieron sus sinónimos jinetear, jineteo, jinetero(a) y otros afines.
Estas innovaciones lingüísticas responden a reajustes suscitados en las ideas morales de buena parte de los cubanos ante la precariedad de la vida. A través de tales reajustes se hicieron éticamente justificables ciertas estrategias de resiliencia ciudadana como el robo sin cortapisa al patrimonio estatal o la prostitución, hasta ese entonces muy mal vistos.
Otro tanto sucede con señor y señora. En virtud de las políticas sociales igualatorias del Gobierno revolucionario, estas formas de tratamiento perdieron casi toda vitalidad después de 1959. Sin embargo, a partir del desarrollo del turismo internacional y la inversión extranjera, han recobrado notoria vigencia, en detrimento de compañero y compañera, de gran arraigo hasta los 90, cuando, a consecuencia de la crisis y de las medidas para paliarla, emergieron y se acrecentaron dolorosas inequidades sociales.
Vistas las malas palabras en el amplio contexto apuntado, y lingüísticamente hablando, poco interesa que pi… y co…, siquiera como interjecciones, acaben perdiendo su marca de vulgaridad en la norma coloquial cubana del futuro, a semejanza de coño y carajo en la actual, y aun con las restricciones arriba comentadas para este par de vocablos. ¿Se sorprendería si le digo que, según algunos lingüistas, la referencia sexual de la palabra bo… —que tampoco puedo escribir completa— surgió como un eufemismo metafórico, probablemente traído en tiempos de la colonización desde la península ibérica, donde designaba, y aún designa, un tipo de panecillo? Es decir: bo…, que tan soez nos parece ahora, fue en sus inicios tenido por más decente que coño. Hasta que la valoración de ambos, al menos en Cuba, cambió…
Entonces, lo que debe inquietarnos no es, en última instancia, el uso de una u otra mala palabra en espacios públicos, sino las transformaciones en nuestros códigos de convivencia y civilidad, de los cuales el lenguaje es componente y, a su vez, reflejo. Proferir palabras que la norma estima indecorosas tiene su correlato en conductas como poner música ensordecedora sin que importe el vecino; echar basura en la calle o en el río; arremeter vandálicamente contra bancos y luminarias del parque o el teléfono monedero de la esquina…
El uso indiscriminado de palabras malsonantes y la proliferación de indisciplinas sociales son solo los signos más visibles de un estado de cosas que pugna por arraigarse entre nosotros y que, en lenguaje de la ciencia, recibe el nombre de anomia: conjunto de situaciones que derivan de la carencia de normas sociales o de su degradación. Combatir las causas de esa anomia constituye el verdadero desafío.
En este país la anomia imperanrte y creciente, trenzada con la apatía y brazos cruzados de las autoridades en su repulsa, se reproducen en progresión geometrica: hoy son 4,mañana 16,pasado mañana 256; en la misma progresión la inacción administrativa cuyo leit motiv es delegar el enfrentamiento a la educación en el larguísimo plazo de dos o tres siglos pero nada de represión inmediata, salvo buenos consejos y spots publicitarios.Estamos perdidos.