Me detuvo la muchacha que, con el rostro apoyado sobre el cuadro en sus manos, evitaba el lente y se sumía en el llanto Las fotos estaban allí, gigantes, como para ser vistas por todos a un costado del parque Serafín Sánchez Valdivia. Pero quise eludirlas.
La caravana que recorrió casi toda Cuba poco más de un año atrás, al reinstalarse en la pupila, despertaba recuerdos lo suficientemente dolorosos como para rozarlos y desatar su fuerza. Traté, mas fue imposible no reparar en las personas que a lo largo del trayecto sacaron de adentro su dolor y, sin quererlo, lo dejaron palpar por las cámaras que acompañaban el cortejo o que estaban allí en el parque, en la ciudad, el monte, la carretera o la vereda.
Me atraparon decenas, cientos de personas. Me atraparon más que facciones o posturas, los ojos y el dolor en ellos. Y la noche cayó mientras mis ojos se nublaban a la par de aquellos que aparecen en las fotografías.
Un niño negro con las lágrimas detenidas en la mejilla; un niño blanco con un chaleco moral, como el que alguna vez mostró Fidel, sonriente, ante las cámaras de la televisión, escrito en letras sobre el abdomen; una mujer de campo, sobre una carreta diminuta y rústica, aprieta fuerte el retrato de su ídolo, casi descolorido tras el cristal. A su lado, sobre el carruaje detenido, como el caballo que tira de él, una bandera tricolor izada en una vara.
Encaramada sobre las rejas del Museo Provincial de Sancti Spíritus, una muchacha levanta su cámara de fotografía para captar la imagen, mientras su rostro todo grita sufrimiento. El hombre que porta un cartel con la inscripción dedicada a Fidel recuesta el brazo en la rama del árbol junto al cual está y llora sin recato. El combatiente que va sobre un caballo tiene la mano firme a un lado de la sien. El guajiro, la mano del sombrero sobre el pecho; la bandera en la otra, junto a la brida de su bestia. La niña de uniforme en la Plaza de la Revolución repleta de papeles, desolada tras el paso de una multitud, levanta su estandarte y saluda, con la congoja en cada gesto.
Techos, escaleras, aceras, bordes de ventanas, postes de concreto y cuanto sirvió para encontrar el ángulo perfecto desde donde mirar el paso del Gigante, repletos de cubanos. Una mujer gruesa y muy blanca abre los brazos y su grito se sale de la fotografía. Emerge, igual, el rezo de otra, negra, repleta de collares y con un turbante. Corta el aliento el niño sentado sobre los hombros del padre, mientras ambos sostienen un cartel en un camino por donde pasó la urna de cedro. Y ya cuando un señor limitado físico, en su taburete y auxiliado por un bastón, desgrana el sufrimiento desde el lugar adonde fue para ver el cortejo, mis lágrimas se funden con las suyas, como si fuera ese mi padre.
Imposible pasar indiferente junto a la exposición Yo soy Fidel, colocada este sábado 24 de febrero en el corazón de la ciudad. Inevitable que el corazón citadino y el humano se opriman ante la reverencia de los que vieron pasar, por última vez, al hombre al que quisieron como si fuera un familiar cercano. ¿Alguien dudará que Fidel era amado por Cuba?¿Alguien, una vez vistas estas fotografías, creerá que de verdad se fue?
Bajo los escalones, sollozante, tras detallar en la semioscuridad a más muchachas, niños, mujeres, ancianos, hombres, con el dolor eternizado. Y al día siguiente vuelvo, a evocar nuevamente la partida, como para creer que sucedió.
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