Nadie me pidió que llegara hasta el Callejón del Muro, en Santiago de Cuba, cuando ni siquiera había recibido la primera lección de Periodismo en la Universidad de Oriente. En la memoria, llevaba prendida la foto publicada en el periódico; y mis ojos irían a encontrarse con la misma pared, el ventanal enrejado y la tarja a la derecha, que recuerda el asesinato de Frank País y Raúl Pujols el 30 de julio de 1957.
El aire caliente trae los ecos de la historia. Serían las cuatro de la tarde. Esbirros de la tiranía les cortan el paso a los dos jóvenes que transitan por la calle San Germán. En el cacheo le ocupan una pistola a Frank. En un jeep, los conducen hasta el Callejón del Muro. Al poco tiempo, llegan el teniente coronel José María Salas Cañizares y el traidor, antiguo alumno de la Escuela Normal, quien le arranca los espejuelos oscuros al Jefe de Acción y Sabotaje del Movimiento 26 de julio. “¡Coronel, este es Frank País!”, advierte el apóstata.
A partir de ese momento solo hablaría la bestialidad de Salas Cañizares, quien saca del carro al líder clandestino. Con la culata de su carabina M-2, golpea el pecho del joven de 22 años, que choca contra la pared, la misma pared que ahora colma mis ojos.
Raúl Pujols, colaborador del Movimiento, le grita improperios a Salas Cañizares. Los secuaces del asesino arremeten contra Pujols y lo arrastran unos metros. Hasta allá fue el esbirro, quien, ciego de ira, lo ultima por la espalda. De regreso al Callejón del Muro, descarga el arma sobre los jirones de vida de Frank País. Mientras le pone otro cargador al fusil, ordena a los restantes militares que le tiren al combatiente santiaguero. No bastan esos disparos. El teniente coronel coloca de nuevo el dedo en el gatillo. Más balas; ninguna vida en Frank País García. Huracán de silencio.
A la vuelta de 61 años, escucho el mismo silencio, en la memoria veo partir el cortejo fúnebre desde la casa de su novia América Domitro, en la calle Clarín, rumbo al cementerio de Santa Ifigenia. Entre la multitud, el hijo de Doña Rosario; esa mujer que tiempo después relataría: “No está bien que yo, que soy su madre, lo diga, pero era una joya (…) Cada Día de las Madres a las 5 de la mañana, entraba a mi cuarto, seguido de sus hermanos. Me despertaban con una canción. Me regalaban flores. Luego se quedaban conmigo hasta el amanecer. Me hacían chistes y cuentos. Más tarde, ni aún en lo más crudo de la lucha dejaba de enviarme Frank, el Día de las Madres, un ramo de flores”.
Ahí va el maestro que recorrió Santiago de Cuba en busca de los supervivientes del asalto al Cuartel Moncada; el organizador del Alzamiento del 30 de Noviembre de 1956 y fundador de las agrupaciones Acción Liberadora Nacional y Acción Revolucionaria Oriental.
Ahí va el combatiente que envió pertrechos de guerra a la Sierra Maestra para los rebeldes, comandados por Fidel; incluso, escaló sus montañas para encontrarse con el líder guerrillero. El jefe del Movimiento 26 de Julio, en carta a Celia Sánchez, fechada el 31 de julio de 1957, apuntaba: “No puedo expresarte la amargura, la indignación, el dolor infinito que nos embarga. ¡Qué bárbaros! Lo cazaron en la calle cobardemente, valiéndose de todas las ventajas que disfrutan para perseguir a un luchador clandestino. ¡Qué monstruos! No saben la inteligencia, el carácter, la integridad que han asesinado. No sospecha siquiera el pueblo de Cuba quién era Frank País, lo que había en él de grande y prometedor (…). ¿Alguien puede estar pensando en su vida después de ver asesinado a Frank País, el más valioso, el más útil, el más extraordinario de nuestros combatientes?”.
Ahí va el hombre que caló en Ernesto Guevara. El Che recordó la actitud del santiaguero, cuando este subió a las montañas a entrevistarse con Fidel en febrero de 1957. El Guerrillero Heroico dejaría constancia de ello en Pasajes de la Guerra Revolucionaria: “Nos dio una callada lección de orden y disciplina, limpiando nuestros fusiles sucios, contando las balas y ordenándolas para que no se perdieran. Desde ese día, me hice el propósito de cuidar más mi arma (y lo cumplí, aunque no puedo decir que fuera ese modelo de meticulosidad tampoco)”.
Ahí va el joven religioso, extremadamente enérgico, que era capaz de hilvanar versos y tocar el piano; y sobre su pecho, la bandera del “26”, la boina negra y una rosa blanca.
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