General, yo me quedo

Más de cuatrocientos hombres en fila permanecieron mudos y cabizbajos cuando el general Ángel Castillo pidió voluntarios para enterrar los muertos y atender los enfermos de aquel brote de cólera que literalmente estaba devorando la tropa mambisa en la finca Los Guanales. Al segundo llamado del jefe, un oficial, muy subalterno todavía, levantó su voz “segura, briosa, entera”…

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De la serie Héroes humildes. (Obra de José Alberto Rodríguez)
De la serie Héroes humildes. (Obra de José Alberto Rodríguez)

Así se le conocía en Sancti Spíritus, antes de la Revolución de Yara, y el apodo “La Brujita” implicaba para Manuel Rodríguez ridículo y befa. Y en verdad que Rodríguez tenía mucho de excéntrico en su carácter y en sus hábitos; sus rarezas llamaban la atención, y hacían reir a las gentes vulgares que tuvieron siempre en poco su persona por esa circunstancia. El era sastre y nosotros recordamos haberle visto siempre vestido lujosamente, con la clásica bomba blanca puesta á toda hora, incluso en el taller de sastrería, donde trabajaba sin cesar. Hablaba poco, reía muy de tarde en tarde, y estaba habitualmente ensimismado y taciturno; cuando andaba lo hacía con rapidez, como quien va huyendo, y con la cabeza baja. Era hombre nervioso, de mediana estatura, envuelto en carnes y cerrado de barbas. Había nacido en Puerto Príncipe, pero se crió en Sancti Spíritus, y se tenía por espirituano. Cuando se pronunciaron las Villas contra España, Manuel Rodríguez, fué uno de los muchos que abrazaron la causa de la independencia de Cuba, marchándose al campo como soldado raso á las inmediatas órdenes del conocido patriota capitán Bernardo Gómez, que era artesano, y que arrastró tras sí 40 colegas suyos de la ciudad espirituana. A poco ese grupo de patriotas tuvo su bautismo de fuego, donde Rodríguez empezó a distinguirse por su valor y serenidad, y así progresivamente fué ascendiendo por la difícil escala de la fama merecida y de la bravura acreditada.

Aquí llega la ocasión, sin pasar adelante, de referir un hecho especial del hombre que nos ocupa y que prueba el temple de aquella que jamás turbó el miedo ni inmutó ningún género de peligro. En agosto de 1869 las fuerzas de la División de Sancti Spíritus, acompañadas por la brigada de Caonao (Camagüey), todas á las inmediatas órdenes del audaz general Angel Castillo, libraron la afamada acción del Júcaro, que dió por resultado la derrota completa de la tropa española, la prisión y muerte del coronel español don Ramón del Portal, que la mandaba, y la toma por las fuerzas cubanas del cañón apellidado después “El Angel”. Al día siguiente de esa acción memorable y brillante, nuestras fuerzas retornaron del Júcaro hacia el Camagüey, yendo á acampar en la finca “Guanales”, á unas seis leguas de distancia del lugar indicado, pero ya en esa marcha se nos había presentado el cólera terrible, atacando el primero al capitán Céspedes, de los rifleros de las fuerzas del Camagüey, que falleció antes de rendir aquella jornada. En seguida aparecieron otros casos, todos instantáneos y mortales, progresando tanto la epidemia que á las veinte horas después de haber llegado á la citada finca de “Guanales” pasaban de cien los muertos ó atacados de la enfermedad. Entonces fué cuando el general Castillo, en consulta con los doctores José María de Castro, Emilio Mola y Manuel Piña, determinó abandonar el campamento, diseminando las fuerzas por todo el territorio del Camagüey á fín de cortar así la epidemia que amenazaba destruir la columna. Júzguese el desconcierto, turbación y pánico de aquellos hombres que, sanos y robustos, exclamaban de momento “¡ay!”, caían al suelo y morían una hora después entre convulsiones horribles; piénsese en el terror que produciría en todos aquel estrago súbito de la muerte implacable; aquella inseguridad y zozobra de la vida ante el peligro, sin defensa posible contra un enemigo silencioso y exterminador; la alarma, la angustia, el pavor helaban el corazón de todos; no se quería más que huir de aquel lugar de desolación y muerte. Los más valerosos, desde el general hasta el soldado, parecían sombras que vagaban y se agitaban confusas entre el tumulto de aquella sorpresa del cielo enemigo; pálidos como los de los atacados, estaban los semblantes de los que los veían morir; permanecer allí una hora más era terrible, é imposible quedarse; y sin embargo, era necesario que alguno se quedara, que algunos permanecieran en aquel cementerio maldito, pues había esparcidos por su superficie más de sesenta cadáveres, y otros tantos moribundos que necesitaban cuidado y sepultura; ¿quién se quedaría voluntariamente, ya era criminal obligar a nadie á arrostrar en aquella desolación un fi n seguro? ¿Con qué derecho iba el general Castillo á condenar a muerte á hombres que por ningún concepto la merecían? Aquel no era sino un caso de conciencia, y la conciencia le aconsejaba al general, en primer término, no dejar en ese abismo de mortandad a ninguno de los supervivientes de su fuerza. Pero había muertos que enterrar, y, sobre todo, moribundos que asistir en su desamparada agonía. Y así combatían las dudas y la responsabilidad el alma del general Carrillo, suspenso entre decidirse a mandar o á suplicar a alguien que se quedase. Por fín se decidió a suplicar diciendo: —“Señores: ¿habrá entre nosotros alguno, ó algunos, que se atrevan a quedarse voluntariamente en este horroroso lugar para asistir a los moribundos y enterrar a los muertos, que serían pasto de las auras y otros animales inmundos si los abandonáramos por completo?”. A esta voz de súplica sólo contestó el silencio. Segunda vez el general hizo la pregunta y todos aún callaron; más de cuatrocientos hombres en fi la permanecieron mudos y cabizbajos. Pero una voz segura, briosa, entera, respondió desde la última fi la de las clases de oficiales: —“General, yo me quedo”. Ese oficial, muy subalterno entonces, era Manuel Rodríguez, era “La Brujita”. Quince soldados de su fuerza le acompañaron, y el que esto escribe, oficial a esa fecha, no tuvo valor para dejar solo á aquel héroe, y se quedó con él, seguido de cinco hombres más.

Unas cuarenta y ocho horas permanecimos en aquel lugar desastroso enterrando muertos. Todos los atacados de la epidemia murieron. De los veintidos que éramos por junto los que nos quedamos murieron quince. Tal era la fiereza mortal de aquella enfermedad terrible. ¡Dos noches y dos días en aquel triste lugar! ¡Cuarenta y ocho horas sepultando cadáveres, oyendo ayes y quejidos de los moribundos, viendo sombras de muerte en todas partes, sintiendo como la aproximación de la propia tumba, creyéndonos muertos tal vez nosotros mismos, tal fue lo que pasamos en aquella piadosa e interminable ocupación! Y sin embargo, no temblábamos ya ante la muerte en las últimas horas del cumplimiento de aquel sagrado deber; parecía como que nos habíamos contaminado en aquel aire de la mortandad, y familiarizado con sus estragos. Pero Manuel Rodríguez ni siquiera había pensado en aquel horror, desde la primera hasta la última hora lo vimos siempre indiferente, frío, inalterable como de costumbre, asistiendo á ese espectáculo horripilante como á cualquiera otro de orden común y secundario. Una vez le dije, ya en las últimas lúgubres horas de la triste faena, y después de haber visto disminuirse el montón de muertos y de vivos á nuestro alrededor: —“Yo estoy seguro de que usted no se iría de aquí aunque nos muriésemos todos los pocos que quedamos á su lado”. —“No; yo no me iría sino después de enterrar hasta el último de ustedes, porque yo no puedo permitir que los cerdos y las auras devoren á mis compañeros muertos. Y además, ¿por qué voy yo a huir de la muerte cuando sé que ella siempre ha de alcanzarme en todas partes?”. Así me habló aquel hombre de alma de hierro, que por lo demás era tan humano y sencillo, hasta el extremos de haber pasado en otros tiempos como un ser ridículo, inofensivo, tal vez inútil. Acabada nuestra labor, nos dirigimos los siete supervivientes hacia los alrededores de Magarabomba, en los cuales residían muchas familias nuestras y allí, en su compañía, pasamos el tiempo necesario á la extinción de la mortal epidemia, que cesó de un todo y rápidamente desde el momento en que se diseminaron nuestras fuerzas por el territorio camagüeyano.

En esta ocasión fue atacado por esa terrible enfermedad el coronel Nazario Castillo, hermano del general Angel, y perteneciente al Estado Mayor de éste. Murió pocas horas después de abandonar a “Guanales”, y en la marcha por la finca “La Reserva”, donde fué sepultado. En todo el año siguiente de 1870 las fuerzas de Sancti Spíritus rindieron en su territorio, á las órdenes del coronel José Payán, la más brillante campaña militar de aquel tiempo, y en toda ella se halló Manuel Rodríguez, lo que ahorra el trabajo de rebuscar hechos especiales en su historia de aquellos doce meses gloriosos, en que tantos hombres se revelaron por su valor y disciplina. Dorado, Huerta, Espinosa, Echemendía, Casuso, Latorre, fueron del número de aquella oficialidad escogída que la Historia no podrá olvidar sino agraviándose á sí misma y á la patria cubana. Rodríguez figuraba en una compañía de infantería de aquella brigada como oficial subalterno, sin separarse nunca del campamento.

En 1871, cuando las fuerzas de las Villas se trasladaron á Camagüey, él marchó con aquéllas, y con ellas resistió tenazmente en todos los grandes conflictos por que atravesaron en época tan calamitosa para la Revolución. Entonces ya era oficial reconocido, á propuesta del general Agramonte hecha al Gobierno de la República, y poco después, en 1872, fué ascendido á capitán, ingresando por fi n en el selecto grupo de los “Rifleros de las Villas”, altura honorífica que muy pocos oficiales lograban escalar y en la que él se distinguió siempre notablemente. Recuerdo un día en que después de un combate que los “Rifleros” sostuvieron con la tropa enemiga, uno de esos combates en que el valor y la audacia suplen á todas las desventajas materiales, me dijo el valiente capitán José María Moreira (a) El Rubio, primer oficial de los “Rifleros”: —“Este capitán Manuel Rodríguez es una fi era ó un loco: en el combate de hoy ha caído como un tigre sobre la tropa española”. Eso hizo en todas las ocasiones, y particularmente en las más difíciles, que fueron muchas en aquellos dos años de áspera prueba. Por fi n, ya en 1873, y después de la desgraciada muerte del general Agramonte, sucumbió Rodríguez en un asalto que los “Rifleros” dieron al caserío de Caobillas, perdiendo así aquel distinguido cuerpo, y el ejército cubano en general, á uno de sus oficiales más notables entre los más heroicos.

En la ciudad donde se crió y vivió, aún ignoran su mérito; si alguno lo recuerda todavía, es para hablar seguramente de sus rarezas; pero allá en los montes, en los históricos campos de la Revolución, á los cuales el mayor número de cubanos no se atrevió a ir; allá, repito, los compañeros de armas de Manuel Rodríguez sabemos que el petimetre de la ciudad y de la clásica bomba blanca se convirtió en un león desde el momento que aspiró el ambiente libre y purificador de los campos de batalla, y que su alma, bien templada se vigorizó en aquel formidable yunque de la libertad humana, en que se pulverizaron las seculares prisiones de medio millón de hombres sometidos hasta entonces á condición más dura que la de las fi eras. En Sancti Spíritus no conocieron más que a La Brujita, al sastre, al artesano de color, al paria, al condenado de la colonia esclava; yo ví en la Revolución al capitán, al libre, al bravo, al tigre, al héroe, al hombre. En las ciudades y pueblos menores de Cuba suele verse de los hombres solamente el ridículo tocado de afeminada usanza; pero en los campos vivificadores y épicos de la libertad, su corazón se revela entero y brilla su alma superior y completa. Tal fué el hombre verdadero, Manuel Rodríguez.

Nota: Escambray respeta la ortografía y el estilo de Cuadernos Cubanos. No. 8. Universidad de la Habana. Comisión de Extensión Universitaria. 1969.

SERAFÍN SÁNCHEZ VALDIVIA

Texto de SERAFÍN SÁNCHEZ VALDIVIA
Mayor General del Ejército Libertador. Combatiente de las tres guerras por nuestra independencia. Autor de Los poetas de la guerra y Héroes humildes.

Comentario

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